Hace ya un año que se nos
fue Munia con el suave roce de su morro a pasear por otras montañas. Esta tarde
de julio, cuando somos muchos los que paseamos por los mismos huertos y
senderos por donde ella caminó, nombramos en silencio y recato su terso pelo de
color gris perpetuo y vemos sus ojos siempre mirando al frente en inmensa
búsqueda de aromas lejanos.
Seguimos en silencio,
bajo los tilos y los plátanos de sombra, pensando en la importancia de ser parte
íntegra de la íntegra naturaleza. Munia, suena tu nombre entre el calor y la
cosecha. Filósofa del tiempo y la soledad; empuje perenne hacia la cumbre y la
meta. Munia sigue caminando entre las montañas eternas.
-->Desde aquí mil
doscientos metros de bajada, además de lo que ya hemos hecho esta mañana: ese
era mi pensamiento entre el último trago de café y el vuelo rasante de la chova
piquigualda que aleteaba a nuestro lado.
- Mejor pensamos en que aún tenemos muchas horas de
luz para llegar a Cordiñanes – Dice Jose, que lee mi pensamiento.
- ¡Va a ser muy duro! – Susurra la chova piquigualda,
siempre sigilosa.
- ¡Coraje y precaución! – Insiste Jose al comenzar la
fuerte bajada.
Ya estamos metidos de
lleno en el Argayo Congosto. La pendiente es muy pronunciada; la piedra suelta
puede rodar hasta el fondo de la Canal sin frenos intermedios. Aumenta la
prudencia…La respiración se acorta…El palo y los dos pies recorren huella a
huella el infinito mundo del espanto. Fue entonces cuando aparecieron las
águilas, como en los cuentos, y nos subieron sobre sus plumas: Jose y yo
estamos volando en el infinito azul blanquecino de una tarde de verano; planean
las águilas en vuelo bajo, para que veamos de cerca la impresionante Canal
Honda. Ir sobre las plumas de las aves nos evita bajar más de un metro con el
culo arrastrando sobre las deslizantes piedras, nos evita poner las manos acá y
allá para apoyar nuestras pisadas; nos ayuda a ver el hito mágico que da fin a
la bajada del Argayo para entrar en las Traviesas de Congosto. Nos depositan
las águilas que nos han evitado más de una hora de bajada sopesando el peligro
en el filo de la angustia, desde aquí tenemos un gran trecho más llano.
Torre del Friero
Comemos en el hermoso
paraje de media ladera – donde nos depositaron las águilas con mimoso cuidado –:
frente a nosotros la Torre del Friero, sus canales son cuchilladas que unen la
tierra y el cielo, cuchilladas de la erosión estruendosa de otros tiempos.
Contemplamos a las aves que vuelan, a las nubes que bailan, a las rocas que
roncan, a una cabra que está pastando en medio del pedregal y eso nos recuerda
que la vida está en lo infinito y lo diminuto, en lo resplandeciente y en lo
oculto.
Bajamos, subimos,
bajamos…en este inmenso sendero. La vida nos regala manjares de adversidad y manjares
de consuelo, el estómago de nuestra entereza ha de digerir los diversos
alimentos para transformarlos en sangre y fortaleza. Y aunque quisiéramos saber
el futuro de la vida nuestra, solamente nos es dado escoger entre el aguante y
la pereza. Por eso seguimos ladera adelante hasta que, a lo lejos, divisamos el
Collado Solano.
Estamos bajando
hacia el Collado Solano. Al fondo se divisa, magnífica, la Torre Bermeja.
Montañeros que van y
vienen por esta difícil ruta. ¿Quién es esta persona? ¿Qué pensamientos ocupan
su mente? ¿Qué dolores o que fiestas tienen aposento en su pecho? Cada persona
que nos cruza tiene en su alma un pensamiento, un pasado, un futuro de cuento. En
estas laderas verdes se mezclan los pensamientos, avanzada la jornada vamos
entendiendo que necesitamos pocas cosas y, las pocas que necesitamos, pocas
veces. Ha comenzado a llover, a nosotros nos preocupa poco porque ya estamos en
el descenso. El agua arrecia, la sufrirán quienes estén subiendo: tal vez las
águilas… Así llegamos al Collado Solano.
Estamos en el
Collado Solano. Un mar de nubes trae a nuestro encuentro cumbres de montañas
viejas, lleva hacia otras latitudes promesas de trabajo para todos y de
corazones sin asperezas.
Bajamos hacia la Canal
de Asotín en vertiginoso descenso. La niebla se cierra sobre nosotros y
envuelve las cumbres que nos rodean en tenebrosa noche. Está bien marcado el
camino, seguimos los pasos de otros montañeros. El Hayedo de Asotín es grande y
hemos de cruzarlo durante un largo trecho. En el Hayedo de Asotín se está
celebrando un concierto: hace un rato que cesó la lluvia y ahora juegan las
gotas con las hojas traslúcidas, tocas trompetas y flautas, suenan melodías de
jilgueros y de hadas, bailan cascabeles entre la luz y las ramas. Jose y yo
detenemos nuestros pasos para escuchar la música de la naturaleza. Apenas
asistimos al milagro cuando estamos caminando por la Rienda de Asotín: sendero
tallado en la roca sobre un precipicio vertical a gran altura.
Aquí nos habrían venido
muy bien, de nuevo, las águilas. Pero no llegaron. Pasos pegados a la roca,
otra curva y otra bajada, la Aguja del Carmen y el final que no llega. Pegados
a la roca, arañados a la pared, mirando el suelo deslizante de pulida piedra…y
las águilas que no llegan. El descenso final. ¡Ya está! Entonces fue cuando me
caí con tres vueltas de campana, arrastrando mochila, botas y gafas, tres
rasguños con sangre y una reflexión para la maleta. ¡El final no lo sabremos
hasta el final!
Llegamos a Cordiñanes
sin más aventuras que señalar; una ducha cálida, una confortante cena y una
mullida cama ayudan a recordar la travesía como tiempo de gloria y felicidad.
Duerme el Refugio de
Collado Jermoso. Duerme, a esta hora de estrellas, con veintisiete
palpitaciones de caminos soñados para cuando nos despierte el alba. Madruga la
aurora en Picos de Europa y comienzan los veintisiete sonidos de botas y
mochilas a dispersarse por diferentes laderas. Se han despertado las aves y se
durmieron las estrellas.
Grupo del
Llambrión, visto desde el Refugio de Collado Jermoso.
Dejamos atrás la verde
pradera. La mochila no pesa, ni las piedras, ni las cuestas pesan. Está el mapa
dibujado en cada pisada que nos lleva montaña arriba, hacia el disfrute del
instante presente: el tiempo de la montaña es siempre el presente, la
respiración de cada pisada. Los montañeros sabemos que somos una cuerda delgada
entre la infinitud y la nada y vamos tejiendo bajo nuestro calzado el momento
glorioso de la libertad aún enterrada y
estamos dando forma de paz a esta tierra que llora desesperada. El futuro de
justicia va naciendo, palmo a palmo, como nuestro camino en la montaña.
Hacia el Llambrión
¡Pies de fuego y de
nieve! ¡Galopad amigos del tiempo! ¡Galopad hacia la cumbre de piedra! Miro a
la cumbre como un enamorado impaciente, como un niño a los juegos que espera. Y
Jose me recuerda que la paciencia es el caballo en que galopa nuestra jornada
montañera. ¡Mira! – dice y señala hacia Tiro Callejo– por esa brecha se pasa
hacia Cabaña Verónica; para nosotros es más complicado, tiene pasos que algunos
libros describen como segundo superior.
Estamos en el Hoyo
del Llambrión. Desde aquí se ve muy bien el paso del que me habla Jose; fíjate,
lector, en el bocado de la derecha.
Ya hace un rato que
seguimos el sendero de las marcas amarillas. El Hoyo del Llambrión es una
inmensa canasta de frutas donde hace millones de años tenían los gigantes su
postre fresco en todo momento. Actualmente la nieve abunda a estas alturas del
verano, acompañado por la niebla y la baja temperatura de la zona. Nosotros no
llegamos a gigantes y nos conformamos con quedar boquiabiertos ante la solemne ingravidez
del conjunto de la Torre de la Palanca. Nuestro asombro es fugaz, ya estamos
enfilando la canal por donde las marcas amarillas nos indican el camino a la
cumbre del Llambrión.
Subiendo la canal
Subiendo la canal nos
encontramos diferentes grados de dificultad. Nosotros comenzamos a pensar que
el Llambrión, hermoso gigante perezoso, es un engañoso cuervo con plumas de
golondrina. Pone bajo nuestros pies llambrias de áspero sudor, agarres de
falsedad de nebulosa… Los montañeros ascendemos en el silencio de las cumbres…Quisiera
contar a las inmensas rocas cómo es el sonido risueño del grillo en la mañana,
cómo es la suave tersura de la sábana dormida, cuán dulce es la esponja en la
ducha al despertar… pero la inmensa roca interrumpe nuestro sueño cuando nos
falta poco para gozar de la fuente de la cima.
Hasta este punto hemos
llegado, dos mil cuatrocientos setenta metros.
Jose y yo, decidimos
que no es una derrota. Lo hemos conversado con el Llambrión, sentados sobre su
regazo de poderoso atlante. El Llambrión nos envuelve con su manta de niebla y nube
y nos manda camino de vuelta hasta el refugio. Tomaremos un café y
continuaremos, montaña abajo, hasta Cordiñanes.
Bebemos agua, sentados
en el Collado de la Padiorna. Jose me señala diversos caminos: a nuestra
derecha, haciala estación inferior del teleférico por la Vega y los Tornos de Liordes; a nuestra izquierda,
montaña abajo la canal de Asotín nos llevaría nuevamente a Cordiñanes; además
queda a nuestra espalda la ruta que nos ha traído hasta aquí cruzando las
Traviesas de Pedabejo o Sedo de Remoña; pero nosotros seguiremos montaña arriba hacia el Refugio
de Collado Jermoso. Aquí Jose ya me cuenta que, el refugio, se llama Diego Mella
en recuerdo a su impulsor; ahora me puede ir contando cosas para ilustrar mis
pasos inmediatos: yo en la montaña, sin Jose, sería como un ayer que pasó, una
nada con mochila, un silencioso verso.
Subiendo por el Sedo de la Padierna (o Padiorna) contemplamos la Torre de Salinas y
la Torre Hoyo de Liordes.
Aquí, en estas encrucijadas
de trochas y sendas, soy consciente de la necesidad permanente de elección; con
frecuencia, la direccione a seguir está tomada, más no pocas veces el sendero
de la vida queda oculto por nieblas, griteríos o promesas; entonces entramos en
la duda eterna de los posibles caminos. El que hemos de seguir hoy está bien
señalado: subir el Sedo de la Padierna hacia las Colladinas.
Saludamos a otros que van
y vienen buscando su destino – montañeros de la tierra y del futuro – y vamos hacia
arriba, caminando en forma de zetas para hacer más afable el ascenso. Caminamos
entre el verde y la nieve, entre las rocas desplomadas y las águilas de
caliente pluma. El silencio siembra sosiego que será trigal de luz para el espíritu.
Nos adelanta otro grupo: la juventud de sus músculos y el vigor de sus rostros también
pone formas de variable alegría en medio del misterio de la montaña.
Grandiosos y
hermosos neveros saludan nuestro caminar.
La competición es
llegar cada uno a su paso. La fuerza de cada montañero se mide solamente con uno
mismo: la montaña se defiende, en silencio, con la fuerza de su grandiosidad; a
veces añade nieblas u otras tormentas. He aprendido, con los años, que no es
una lucha con la montaña, es un juego de energía y de sonrisa; plática amistosa,
paso a paso, con la montaña. Aquí nos paramos a mostrar el asombro ante la
perfección del circo que forma el Hoyo de Los Lagos con las paredes del Llambrión,
Torre Blanca, Madejuno…Picos de Europa guiña un ojo y nos impulsa a continuar.
Desde la tercera
Colladina vemos el Refugio.
Hemos superado las
pacientes cabras – pacen con paciencia – y llegamos a la altura de la primera
de las Colladinas, donde pone sus cimientos la Torre de las Minas de Carbón;
llegamos a la segunda: a nuestros pies, en lo profundo del Valle, la Canal de
Asotín apunta con su dedo a la Torre del Friero; pasamos junto a la fuente en
una hondonada e inmediatamente llegamos a la tercera Colladina: desde aquí se
ve, colgado entre la magia, el Refugio que será nuestro descanso; bajamos hasta
la cuarta y seguimos, impulsamos por la fuerza que da saber que estamos cerca,
hasta el Refugio.
Lo tenemos cerca.
Estamos llegando al Collado Jermoso y Torre Jermosa con el Refugio Diego Mella.
Aún nos quedan palabras
para decir a la “falsa Colladina” que no es falsa, será la quinta o tal vez la
antesala o acaso el lugar de la última parada para respirar profundamente y
llegar a Collado Jermoso con la sonrisa recién colocada. Pero tú, como quiera
que te llames Colladina, nunca serás falsa.
Desde Torre
Jermosa vemos el grupo del Llambrión.
Dejamos la mochila y
paseamos – por si no era suficiente el esfuerzo de la llegada – por el Collado
Jermoso y la Torre Jermosa, desde donde la vista se hace impresión y vida.
Siempre he sido
consciente de la importancia de interpretar los signos correctamente, de ver el
conjunto de las cosas y actuar sensatamente. Pero esta mañana cuando salimos en
el taxi que conducía Vanesa, hacia el Caben de Remoña, me di cuenta inmediatamente.
A las ocho en punto, como habíamos quedado previamente, estaba la joven taxista
esperándonos a la puerta del Hostal del Tombo. Enseguida se topó con un coche
que venía de frente; donde la mayoría de los conductores nos hubiéramos quedado
petrificados, angustiados y otros adjetivos impávidos, nuestra avezada taxista
reaccionó como si estuviera grabado en el subconsciente el movimiento a
realizar: ambos coches hicieron una maniobra de colocación inmediata y, antes de
que nos diéramos cuenta, antes aún de parpadear entre el asombro, estaba
resuelta la cuestión y continuamos dejando atrás Santa Marina de Valdeón hacia
el Caben de Remoña, por una pista de tierra entre ramas de urces y escobas,
cuando aún la bruma estaba dando el desayuno a los arroyos y las aves colgaban
sus cítaras de las retamas.
Cabén de Remoña (en otros lugares he visto escrito Caben, sin tilde). Aquí comenzamos la marcha.
En verano es posible
subir por las Traviesas de Pedabejo, siguiendo el Sedo de Remoña; la otra alternativa es continuar un poco más bajos y atacar por la Canal de Pedabejo. Es verano en las playas y en la
sierra, aquí se nota menos; la llovizna se ha unido a nuestra marcha y le gusta
conversar sobre el verde y el ordeño de las vacas.
Me gustaría poder hacer una señal en las Traviesas de Pedabejo. Seguramente lo podréis ver mejor en otros escritos más montañeros.
Jose y yo, damos
coba a la fina lluvia pues nos parece que es mejor tenerla contenta durante un tiempo. Le
pedimos se mantenga silenciosa – a veces canta con estertores musicales que
retumba entre los peñascos de Picos de Europa –; la llovizna nos muestra una
pequeña cabaña de pastores y nos indica que se llama la Majada de Pedabejo; tal
vez aburrida de hablar ella sola, la llovizna se despide y se va en silencio
escondida entre el paraguas de la nube que cose minutos y montes con el sol y
con el verde del valle que va quedando lejos.
Hemos llegado al Alto de la Canal de Pedabejo, continuamos nuestra marcha y nos asomamos a la Vega de Liordes. Aquí podríamos jugar a descubrir, en la parte más cercana del valle, el Casetón de Liordes.
Seguimos el marcado
sendero entre peñascos de siglos y pequeñísimos remansos de verde: se unen lo
efímero y lo eterno, abajo han quedado los gorriones, nos acompañan los
aguiluchos de colores y las chovas de vuelo raso y ligero. La mochila ya no
pesa pues la lleva el pensamiento…
La Vega de Liordes es
una belleza de hierba y frescor de fuentes. Las vacas sestean o rumian o se
cuentan aventuras de cuando era invierno y dormían bajo los tejados de las
cuadras. Hoy sueltan su rabo al viento para que la multitud de pájaros puedan cazar
las moscas al vuelo. La Vega de Liordes sería un buen medicamento para los
espíritus apenados y los corazones sin complemento.
Vega de Liordes
Al otro lado continúa
agreste la montaña. La siguiente foto es un lapiaz junto a la Torre de Hoyo de
Liordes. Si empleáramos tiempo en buscar, tal vez encontraríamos lagartijas y
mil pequeñas vidas escondidas entre la imperceptible erosión del tiempo; tal
vez algún topillo nos narraría mágicas noches de aquelarre y miedos, encuentros
furtivos de seres ignorados por la ciencia y muy vivos en los cuentos.
Pero Jose y yo, que
somos mortales y no de cuento, sentimos la sed y nos sentamos a una roca cuando
llegamos al Collado de la Padierna… (Continuará)
De Madrid a Picos de
Europa se pueden elegir diversas rutas. Todas unen la tierra verde hasta
superar el Guadarrama o la más mística carretera del norte hasta cruzar
Somosierra; todas se adentran, por distintos caminos, en las áridas llanuras
misteriosas de Castilla donde las coloridas urracas conviven con los
bulliciosos gorriones; todas las rutas confluyen, en algún momento, sobre el
poético y sosegado Duero, el que hace unos kilómetros fuera sierra y pinares;
todas las rutas buscan más tarde pequeños pueblos, ríos escondidos, iniciales
cumbres para entrar en el palpitante corazón de los Picos de Europa. Todas las
rutas unen el cielo y la tierra.
Jose presenta la casa que fue de mis padres mientras vivieron, en Acisa de las Arrimadas.
Nosotros pasamos por
Acisa de las Arrimadas, aquel diminuto pueblo donde hace muchos años pensé que
toda la tierra era minas de carbón y arados romanos; allí donde los valles se
van haciendo montes y aspiran al nombre de montaña; allí donde el tren jadeaba
cuesta arriba y suspiraba por llegar entero al final de la jornada; aquel
diminuto pueblo donde las cerezas y las peras hablaban suave para no ocultar el
tenue susurro del viento y del agua.
Este rincón del corral ya estaba florido durante mi infancia, gran parte del año. Actualmente lo cuida mi hermana.
Antes de llegar a
Cistierna divisamos la montaña de Peñacorada. Hacia la Ercina y las Arrimadas.
Estuvimos un tiempo en Acisa, para un paseo, unos abrazos y una comida;
Barrillos, donde la ermita de los Remedios guarda recuerdos de infancia; el
Corral, diminuto y ganadero en otros tiempos; Santa Colomba, dispuesta a
caminar; Laiz, en bajada verde hacia el Porma. Así llegamos a Boñar con el
monte de Pico Cueto que me trae recuerdos de mocedad; aguas arriba del Porma,
entre pueblos de sueños de niñez, llegamos hasta el pantano de Vegamián donde
suspiran antiguos pueblos bajo las aguas,allí quedan unas cuantas vacas para rumiar misterio y fantasmas de otros
tiempos a los pies de las montañas blancas del Susarón y otros montes que nos
acercan a Puebla de Lillo. Desde aquí entramos en carreteras de montaña.
Desde el Mirador de Piedrashitas contemplamos Picos de Europa. Al fondo el Hoyo
del Llambrión con las cumbres que lo rodean.
Desde el mismo Mirador de Piedrashitas. La vista contempla el valle de Valdeón
y el corazón se enamora de su grandiosa sencillez.
Más allá de Cofiñal
vemos las cascadas de los Forfogones donde nos saludan los caballos y la naturaleza,
superamos el hayedo de Tronisco – dejaremos su grandiosidad de vegetación y
vida para otra ocasión –; superamos Mampodre con sus cumbres (aquí fue donde
Jose y yo empezamos a planear otra subida para visitar más de cerca a los osos
y afianzar el conocimiento que tenemos de los avellanos y otras plantas del
lugar) mientras avanzamos por el amplio valle de Riosol desde el Puerto de las
Señales a Burón: este valle lo hice a pie hace muchos años cuando iniciaba con
otros jóvenes estas aventuras de caminar y poner la tienda acá y acullá; el
Pontón y Panderrueda con el Mirador de Piedrashitas; más allá nos detenemos en
el mirador de Valdeón y entramos en Cordiñanes donde pasaremos noche antes de
iniciar nuestras caminos de montaña.
Rincón con urogallo
– el ave de estos parajes – del Hostal El Tombo en Cordiñanes, donde estuvimos muy
bien cuidados por quienes lo regentan. A las personas que nos atendieron les
llamaremos “Rafael y Rafaela” pues fueron nuestros sanadores en más de una
ocasión, cuando nuestros cuerpos llegaban destrozados por las brechas de la
vida.