Setecientos metros sobre nosotros está, sereno, con los brazos tendidos pronunciando nuestros nombres. Lo que estamos viendo al iniciar la trocha es la otra cumbre: Peñanegra, también la transitaremos, espero. Conversamos sobre la cantidad de cosas que no vemos y esperamos. La subida comienza inmediatamente, antes aún de abandonar el pueblo, entre los ladridos de invisibles perros. Tal vez saludan a la mañana, tal vez se interesan – ¿amigables o feroces? – por nuestras perras. No estaría mal conocer los idiomas de los animales y de la tierra toda. Nos comunicaremos, pues, desde el silencio y el tacto de las manos y las pisadas, desde el brillo del corazón y la canción del alma.
Y allá vamos, sosiego y agua entre las veredas y las palabras. Hemos dejado atrás Valdemanco con su recinto verde, de juegos y agua. Arroyos, por todas partes corren riachuelos estas jornadas de deshielo y lluvia, por eso la pradera que estamos subiendo es gozo y respiración cansada. Estamos en una vereda empinada entre el verde de la Sierra de Madrid – llena de vida estos días de primavera – flanqueados por rocas de mil tamaños y formas: aquí una inmensa nariz; allá una piedra que pudo ser la frente de algún gigante hace muchos millones años, cuando los gigantes aún tenían la misma materia que las rocas; bajo nosotros queda una furiosa caída hasta el regato que serpentea la ladera.
Llegamos – fatiga y esperanza – a una larga loma, desde aquí ya adivinamos la cumbre del Mondalindo. Pipa y Munia, saltan de gozo entre la hierba y las rocas recién lavadas. Un poco más allá nos espera otro repecho de piedra fina, hierba y retamas. Lo contemplamos bebiendo un trago de agua y masticando unos cereales energéticos – está bien, Pipa te daremos una pequeña prueba; Munia nos observa mientras se admira de la capacidad permanente que tenemos los humanos para comer –. Las llanuras de Madrid están verdes en toda su extensión, en breve llegarán los días de secarral castellano, hoy son una sonrisa permanente de agua y flores.
De nuevo en marcha. Por la cumbre llegaremos hasta Peñanegra, por delante van una bandada de cuervos y tres buitres haciendo acrobacias. El camino es llano, dentro de lo que puede ser llano un camino en la montaña, por eso saludamos a las aves, a algún colorido insecto y a cuatro arañas que van por la sierra buscando tierras más fértiles para dar casa y cobijo a su prole.
Desde el Mondalindo dominamos, brillando de nieve, la Cuerda Larga del Guadarrama.
Entre pinos y senderos no usados, llegados al puerto de Medio Celemín (en Castilla cinco celemines hacían una hemina, que siendo tierras de secano tenían poca extensión de terreno y creo recordar que allá, en mi lejana infancia, la hemina equivalía a unos catorce kilos de trigo: de ser otra cantidad, quedaré agradecido a quien refresque mis recuerdos). Y de allí al punto de partida no separa un sosegado y breve paseo. Ahora la plaza está más bulliciosa, es la hora del aperitivo – aún no son las tres de la tarde –, las terrazas están llenas de gentes risueñas; la plaza llena de niños jugando al balón bajo una placa que lo prohíbe; Munia y Pipa – llenas de recuerdos – tumbadas al tibio sol, apoyan la cabeza en la piedra caliente y piensan, mientras descansan, que ha estado lindo el paseo; nosotros, llenos de gozosa fatiga, acodados en una barra del bar tomando el café y el refresco.
Hemos vuelto al Mondalindo, esta vez por un camino nuevo para nosotros. Hemos vuelto a casa, donde la familia aguarda. Hemos vuelto a sonreír a la vida y a la palabra. Hemos vuelto a empezar una jornada nueva, agradecidos porque cada mañana es nuevo el mundo y es nueva la esperanza.
Javier Agra.
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