Bajo el limpio azul de este cálido otoño florecen dalias en las calles de Moveros. Despunta el día y salgo caminando en dirección al Sierro, a diario me acompañan Brauni y Blanquito entre saltos y algazara. Pasados los primeros pinares y los castaños aún con restos de pellizos formando estrumo con el barro del camino, Blanquito camina a mi lado y conversa sobre la serenidad austera de estas gentes en los siglos pasados y también en los presentes días, Brauni se desparrama por los rastrojos recogiendo olores de la noche.
Queda atrás el alto de la Campana y enfilamos la senda, antaño fue camino, hacia Cicouro entre silbidos y conversaciones de las urracas y los robles. Algún castaño despistado ha nacido en estos bordes, algún pino solitario, urces y otras retamas de diferentes nombres nos acompañan hasta la Raya; veintidós pasos mide desde las jaras de España hasta los castaños de Portugal. Yo hago el camino recto hasta la colina del Piricueto, más allá de la antigua caseta de vigilancia con su crucero que invita siempre a detener el paso y elevar la mirada hacia la altura; los dos compañeros perros mueven el rabo mientras piensan que es una disculpa para tomar aliento en estas horas de marcha.
Atrás han quedado las tierras de Moveros, también las de Ceadea, detrás en la lejanía reposa silente el pueblo de Arcillera y la Caseta de la Canda, en aquel fondo se dibuja Vivinera y más allá se adivina Alcañices. Pasado de Piticueto comienzo un descenso por el cortafuegos buscando senderos más plácidos en la llanura por los que regresar a Moveros. Estoy en el reino de las águilas con su chillido incesante, agudo, indefinido y prolongado como un trueno de siglos acunado en los brazos del eco de los oteros, pidiendo les deje el pan del bocadillo, esperando mi marcha para que retorne el silencio del aire y de la lluvia como únicos habitantes de estos montes solitarios.
Javier Agra
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