Antonia fue (y ya será para siempre) la abuela de mis hijos y madre de mi mujer. Mis hijos no tienen de ella ningún recuerdo pues murió cuando mi hijo era muy niño y mi hija aún no había nacido. Tengo de ella principalmente el recuerdo que me ha transmitido mi mujer. La abuela Antonia luchó en esta tierra para mantener la dignidad de la persona y la fortaleza de vivir. La abuela Antonia defendió sola durante muchos años la familia, la hacienda, la casa, años en los que su marido el abuelo Francisco pasó trabajando en la emigración para sobrevivir económicamente. La abuela Antonia murió cuando estaba arreglando “los papeles” para cobrar la jubilación.
Este ROBLE DE LA ABUELA ANTONIA se mantiene fuerte en la era donde trilló durante tantos años. Días de calor y esfuerzo entre la parva y el trillo, entre el calor y la fatiga. Nosotros, ahora, cuidamos y podamos el roble de la abuela Antonia, así retenemos su memoria y su fortaleza entre nosotros, así sus nietos pueden mirar las hojas antiguas que se renuevan cada primavera por encima de la maleza que va comiendo los prados abandonados por el tiempo y ocultos entre la maleza. El roble bajo cuya sombra se sentaron muchas veces mi mujer y sus padres a comer las viandas en el breve descanso de la trilla, permanece enhiesto al borde del camino en las eras del Picón.
El roble de Antonia se despierta con los primeros brillos de la aurora y esparce su luz más allá de las paredes que fueron cercado de su vida, su luz y sus ramas se extiendes más allá de las fronteras y de los días de niebla y de tormenta, allá donde ya no existe calendario ni fatigas en la trilla, donde la lluvia es siempre serena y el aire sosiega el alma.
He vuelto a pasar ante el roble de la abuela Antonia, me he sentado en las grandes piedras frente a la era y allí contemplo su rostro arrugado y sudoroso, sus manos hacendosas y ágiles, sus cansados pies más de una vez agrietados por los caminos y la fatiga. Allí está también su palabra, casi silenciosa, casi oculta por el tiempo, su respiración cansada y terminal. Allí sentado escucho a la abuela Antonia respirar vida renovada desde su rostro ya resplandeciente para toda la eternidad; viva y sosegada más allá del tiempo, donde todo es luz y amanecer como las hojas de su roble mecidas en el cariñoso aire de esta mañana de otoño. La mirada y la mano cariñosa de la abuela Antonia vive más allá de nuestro entendimiento, vive para construir futuro y paz.
Javier Agra.
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