Nuestra conversación con el zorro se alargó unos minutos.
En
cada parada que hacíamos, para conversar o hacer fotografías, reaparecía el
zorro, como quien pertenece a la misma partida. La Pradera de Navajuelos es más
hermosa de lo que pueda expresar con mis palabras: cierro los ojos y contemplo
su amplio espacio recogido entre moles de piedra, el aire trae silencios de
siglos, la luz suena a poemas y violines de todos los tiempos, el agua ha
construido allí monumentos, en la piedra está escrito este instante y los años
que sucedieron. Aquí sigue el aire limpio de todos los montes, los húmedos
helechos de todas las umbrías, la brisa dulce de todos los pueblos, aquí
reposan el silencio y el tiempo.
Ese inmenso peñasco que está al fondo –como cortado en gruesas rodajas– es el
Cancho Rasgao o Mogote de los Suicidas.
Al
fondo de la Pradera de Navajuelos se eleva el Cancho Rasgao, que se quedó con
el nombre de Mogote de los Suicidas desde que Julita Zabala se asustara al ver a
Baldomero Sol y José Luis Agosti escalar su pared y exclamara: ¡Sois unos
suicidas, unos suicidas! Más allá se alza la mole del Cancho de la Herrada o
Pared de Santillán, al otro lado deslumbran a los montañeros La Bola, la Falsa
Bola y la Naranja Mecánica. Sin tiempo para guardar en el corazón y en la mente
tanta belleza, hemos de continuar nuestra marcha –el zorro ha vuelto a sentarse
cerca– por el inclinado obelisco del Torro y el risco de las Llamas que arden
de brillos a esta hora cuando la mañana busca las once en el reloj del tiempo.
Los montañeros saben la hora porque tienen palpitaciones de ciudad.
De izquierda a derecha, tras los luminosos pinos del primer plano: Bola de
Navajuelos, Falsa Bola y Naranja Mecánica. Es cierto: unos nombres están
claros, otros ¿?
Superamos
la Bola de Navajuelos por un complicado paso para evitar el subterráneo angosto
bajo las piedras. Llegados a un claro, nos sentamos a contemplar y rumiar esta
belleza… (También rumiamos unos frutos secos y otras viandas, el zorro ya es
amigo nuestro y se sienta a la misma mesa). La bajada hasta el Collado de la
Dehesilla es entretenida: por momentos con asombro de laberintos, por momentos
con pronunciados descensos saltando entre rocas o agarrados a las rebollas; las
rocas van perdiendo nombre propio, pero aún nos queda la piedra caballera de
Mataelvicial con su solemne presencia allá en la altura como un cimborrio de la
naturaleza con su cúpula pintada de cielo.
Angosto paso subterráneo –para el zorro no tiene ningún problema su paso–
nosotros lo superamos por encima de la roca. La fotografía, tomada por Jose,
está coronada por la Bola de Navajuelos.
Entre
túneles y callejones, los montañeros llegan al Collado de la Dehesilla donde se
encuentran con otros grupos que hacen, de este lugar, asiento y mesa. El zorro
hace tiempo que volvió a sus dominios; el zorro no quiere barullos humanos; el
zorro sabe que en la Pradera de Navajuelos está seguro porque es un Edén de
reducidos encuentros.
Sobre
nosotros, la Pedriza, canta salmos de lumbre este mediodía soleado. Los
montañeros salen con las entrañas libres y los pensamientos limpios desde las
botas hasta el sudor del último pelo, los montañeros salen renovados del
misterio escondido de esta teofanía de piedra. La mochila de los montañeros es
aljaba de flechas de vida y de flores de paz. Una hora más de bajada hasta
llegar al coche y cerrar este círculo de vida que hemos respirado en la montaña
de la Pedriza.
Javier
Agra.
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