Con sigilo
místico llegamos al final de las cortadas rocas.
La cumbre era
nuestro impulso en medio de la dureza de inmensidad de piedra y llanto.
Sentados en la
inmensidad, sosegado ya el latir violento del corazón, conversamos silenciosos
con el cielo desde su misma horizontal mirada y callamos para escuchar el vuelo
libre de un buitre que acude a olisquear la mochila y ruega un trozo de
manzana.
Hace mucho rato
que las aves han dejado de temer nuestra presencia, allá abajo incluso un zorro
se atrevió a dejarse ver por estos lentos humanos que desafían la soledad y el
misterio de la montaña y se adentran siguiendo el impulso de su respiración a
nombrar escondidos recovecos de la Pedriza. Hace tiempo que el carbonero garrapinos
no sigue nuestra huella porque sobrepasamos su vivienda y sabe que no suponemos
peligro para su nido.
El buitre se ha
sentado entre el azul y la piedra.
El buitre
espera.
De la mochila extraemos
unos frutos secos y los depositamos en un cuenco que formó caprichosa hace
muchos siglos la historia de la piedra.
Allá abajo, El
Tolmo cuenta desde el presente, la lentitud misteriosa de los siglos, del roce
del agua con la arena, del silbido suave del viento, del formidable huracán de
la tormenta que esconde misterios de siglos entre la titánica roca. El Tolmo
fue diminuta piedra en la inmensidad de la Pedriza y hoy, desgajado de la madre
piedra, después de rodar entre arroyos y retamas, es una mole que enseña las
primeras escaladas y asombra a quienes se acercan a su sombra.
Silencio.
Más allá del
Tolmo comienza el silencio de la sierra, paso a paso disminuyen los viajeros
que se adentran por los recónditos senderos.
Sosiego.
Mira hacia el
suelo.
Mira hacia abajo
con ojos libres y verás también lo más alto del cielo manando en los arroyos y
en las hierbas limpias del valle inmenso; en lo profundo de la tierra suenan
los salmos del cielo para hacer inmenso a lo que es pequeño.
Javier Agra.
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