Pasea el corazón
solitario entre las encinas del Monte del Pardo con el rocío matinal del mes de
noviembre; dulce silencio del aire entre el pensamiento y la luz; amanece entre
sus hojas, ni los pájaros se atreven a piar para que sigan dormidas las
encinas.
Pero las encinas
no duermen, tienden sus ramas para acunar a los últimos jabalíes, a los ágiles
conejos, a los primeros humanos; mi corazón entona pasos limpios entre las encinas
y busca calmar la sed infinita de lugares eternos entre las raíces frondosas de
sujeción segura.
Están caídas las
bellotas escondidas entre la tierra buscando primaveras en los metafísicos
surcos de la tierra; allí duermen suspiros de las almas que lloran, de las que quieren nacer más allá
del tiempo y más allá de la lejanía entre cantares de ángeles y agua de las
cascadas.
Pero las encinas
tienen sus pies hundidos en la tierra y llaman a la acción liberadora de esta
mañana en que mi corazón las mira entre los pedregales y entre los prados
fértiles sin cultivar; las encinas llaman con sosegados gritos y me empujan a
ser labrador que transforme esta aridez en frutal cosecha.
Siglos de
paciente sabiduría están creciendo en el Monte del Pardo en la savia sabia de
la encina; siglos enseñando a cantar a las aves, a correr a las lagartijas, a buscar
la sombra a los humanos; y yo recuesto mi asombro en su tronco esta mañana
cálida de noviembre, quiero unir el ritmo de mi corazón al palpitar de su
paciencia de siglos.
Extienden sus
brazos las encinas del Monte del Pardo más allá del silencio, de las canciones,
del ruido y del llanto, más allá del dolor y la sonrisa, más allá del miedo, de
las lluvias y las tormentas, más allá de los textos y de los abrazos; llega el
mediodía y continúo extasiado acariciando sus ramas para que vuelen mis abrazos
por el aire de sus brazos.
Javier Agra.
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