Como un diminuto barco
en el inmenso mar, los montañeros despliegan sus velas hacia el aire sinuoso,
miran al cielo de correosas nubes y salen con la mochila surcando senderos de
robles y jarales. Saludan sigilosos al naciente
sol amarillo y púrpura que acuna cantos, que acaricia montañas, que
despierta bailes en las ninfas de las fuentes.
Los montañeros viajan
por la tierra entre el silencio de la vegetación para entregar su corazón a la
palabra sin voz, al sentimiento que se expande entre la piedra inmóvil,
vigilante, eternamente estancada en su postura y el vegetal lleno de vitalidad
bajo la tierra en busca de sustancia viva, sobre la tierra en constante
movimiento de atracción y despegue, en el aire donde busca la luz y el viento,
en el paisaje donde conversa con las aves y los saltamontes, donde canta con el
sonoro viento del atardecer.
Los montañeros entonan
himnos al agua porque es límpida y quieren transformar su propio corazón en
pura transparencia; himnos al agua que es serena cascada montaña abajo entre
colores y brillos de luz y tierra vegetal, veloz como el pensamiento que salta
entre las cumbres y llena el horizonte de los deseos; himnos al agua de suave
caudal en busca siempre de un remanso donde los pájaros puedan reposar su
fatigado vuelo; himnos al agua de una ciudad de pequeño río no desdeñado, de
diminuto río que seguramente pondría los ojos como platos si un día pudiera
saludar la inmensidad serena del Támesis o la bravura del retorcido Ródano allá
en sus inicios de los glaciares Lepontinos.
Hoy los montañeros han
llegado hasta el Montón de Trigo y desde su cumbre hablan de paz con el suelo y
con las celestes luces.
Javier Agra.
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