Cualquier día de
nuestras vidas puede amanecer de mil modos diferentes por nimiedades de difícil
manejo. La jornada que comienza con esta fotografía, apuntaba limpia y soleada
entre el rosicler recién amanecido y la serenidad de la montaña bajo el luminoso
cielo donde las naves del mar del mundo venían a navegar sobre el plácido
pueblo de Hoyo de Manzanares en cuya sierra tenemos intención de adentrarnos. Esta montaña primera se llama El Picazo, sirve de orientación para llegar hasta el depósito de agua donde existe un recogido aparcamiento de coches, al mismo tiempo es la primera vista montañesa hacia cualquier ruta que los montañeros inicien.
Los montañeros se
cubrieron con su morrión de tela para que el piélago vegetal no llenara de
viento y helada sus canosas cabezas, avanzaron después entre encinas y ramajes en
los caminos que bien pudieron ser en pasados siglos lugares de tránsito para escualos
y otros marrajos; más hoy, los montañeros no necesitan especial bravura pues ni
siquiera ovejas de quietud absoluta ni inquietas cabras merodean por estos
llanísimos caminos que nos conducen hasta la pequeña cascada del Covacho en el
arroyo de Peña Herrera.
Los montañeros
posan felices ante la cascada del Covacho, sin ningún arnés de guerra ni otra
pieza cobrada a la naturaleza más que su propia sonrisa compartida con el
viento y con el agua.
Apenas salimos en
nuestro ascendente camino monte arriba, el cielo entonó una sutil carcajada y
tornó en oscuridad la luz que había traído la aurora. ¿Acaso temían los cielos
que atacáramos sus plateadas portaladas? ¿Por ventura confundieron nuestras
mochilas de supervivencia con algún carcaj para el ataque? Se nubló y descargó
algún copo de nieve sobre los montañeros mientras caminábamos más allá de Cerro
Mirete y Cerro Lechuza buscando, con pesados pasos, el Collado que nos dejara
cerca de la Silla del Diablo.
La nieve se amontona
bajo nuestras pisadas en un espectáculo que agranda el corazón y hace más
pausada la marcha.
Desde el Collado,
regresamos después de conversar con la nube que nos cerró el paso; regresamos
para no turbar el sosiego de la oscurecida montaña; regresamos para que las
encinas pudieran gozar de la paz y de la nevada. Nos sentamos en el Mirador de
Peñaliendre para alimentarnos del fruto de la tierra (ya lo llevábamos preparado
en las mochilas, que la modernidad no es tiempo de recolección entre los árboles
de esta pequeña Sierra). Bajamos después, como acostumbramos hacer cada vez
que subimos a la montaña. La nieve había entrado en nuestras botas, en los
calcetines, en los bajos de los pantalones hasta empapar buena parte de la
pernera. Pero no nos ofendió ninguna de estas astucias que usa la montaña como
defensa. La Sierra de Hoyo de Manzanares nos había entregado, como hace siempre
la montaña, sosiego y pausa, entusiasmo y fortaleza, libertad y paz para la
vida.
Desde el Mirador
de Peñaliendre se agiganta el mundo desde los cercanos copos de nieve hasta las
alejadas montañas de Abantos, hasta unir nuestros espíritus con otros espíritus
aventureros más allá de las cordilleras y de los océanos.
Javier Agra.
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