¿Acaso anuncia el
puerto de Monrepós que vamos a pasar unas jornadas de reposo y aventura en
estas montañas de Aragón? Nuestro primer destino está más cerca. Nos faltan
treinta kilómetros de curvas y naturaleza asombrosa para aparcar el coche en
Laguarta. Aquí pasaremos la noche antes de iniciar mañana la ansiada marcha
hasta Peña Canciás.
En este remozado
edificio llamado “El Señor de Laguarta” pasamos la noche anterior a nuestra
subida a Peña Canciás.
Ha amanecido. Salimos a
la carretera con el agua recién cogida en una cristalina fuente preparada junto a los muros mismos del edificio donde nos alojamos. Termina el
pueblo, superamos el arroyo y ascendemos entre prados continuando un camino que
nos hace zigzaguear (¡qué palabra tal visual y expresiva!) hasta superar una
torreta de luz. Ahora toca continuar montaña arriba. Hace aún poco tiempo era
un anchuroso y plácido sendero, hoy las tormentas, las riadas, la vida… lo han
transformado en tortuoso ascenso.
En la Cima de Peña
Canciás. Esta fotografía debería ir al final de la narración, mas sospecho que
no anticipo ningún cuadro escénico que no haya supuesto el lector.
Entre musical y
plañidero, el río entona machaconas melodías que llegan hasta los montañeros
por encima de los erizones amarillos; poco a poco, acompasamos la respiración,
el paso, el pensamiento a la melodía del agua y de la naturaleza. El monte se
transforma por un momento en pinar, en seguida se aclara de nuevo en prados y
espinos. Así llegamos hasta el arroyo, las señales indican que lo crucemos y
continuemos dando un rodeo más amplio; otras señales, invitan a los montañeros
a echarnos montaña arriba sin cruzar el arroyo, el camino es más derecho y nos
llevará a la misma pista que estamos buscando.
La montaña tiene estas
metáforas de la vida. Es necesario decidir, tomar una elección… a partir de
aquí no vale decir ¿y si hubiera continuado el camino…? Montaña arriba los
senderos se van perdiendo entre los tupidos erizones, rastreamos la senda que
parece más llevadera siempre en la dirección que nos indica el mapa. Búsqueda,
consenso, siempre hacia adelante.
Hacia la vertiente norte, Peña Canciás se corta
en profundos farallones sobre el valle.
La pista ahora es
marcada y magnífica. Continuamos ya a la vista y casi a la misma altura de la
Sierra de Gabardón. De nuevo la amplitud de la senda tiene un doble camino, los
dos se reunirán de nuevo allá arriba; los montañeros seguimos por el de la
izquierda, la arboleda es más tupida y tendremos alguna sombra en esta hora
donde la gorra y el agua ya son imprescindibles para continuar la marcha.
El paisaje de esta
parte del Pirineo también es amplísimo. A la sombra de un grupo de serbal del
cazador, medito la grandeza de ser tan pequeño, la inmensidad del corazón, del
pensamiento, de la palabra… nos permite palpitar con la tierra entera y sus
habitantes; a la sombra del serbal del cazador, mientras limpio mi sudor con el
reverso de la gorra, entiendo que las personas somos una misma raíz que brota y
fructifica con la riqueza de un inmenso árbol de múltiples ramas e infinidad de
hojas, pero la raíz es única y la misma.
Desde
el Collado de la Sierra de Gabaldón vemos, al fondo, Peña Canciás.
Llegamos al Collado de
la Sierra de Gabardón. ¡Lo había imaginado tantas veces! Allí, entre las rocas
y el pinar, prolongué la respiración y el aliento; allí mi alma entera quedó henchida
de naturaleza y llanto, de balbuceos y cánticos. Peña Canciás abrió sus brazos
a lo lejos; los montañeros retomamos, una vez más, el largo camino de
aproximación.
Poste indicador
con diferentes direcciones. En estas inmensidades del Pirineo (y en todas las
montañas) agradecemos estas ayudas.
Continuamos. La pista
es cómoda. Desciende ligeramente entre pinares y senderos que van y vienen
hacia praderas y pastos. La conversación fluye animosa. Encontramos un poste
indicador con diferentes direcciones. Ligeramente a la izquierda y pradera
abajo, continuamos el sendero que nos llevará hasta un arroyo que cruza el
prado, hoy con multitud de pacíficas vacas; pasamos entre ellas sin ninguna
molestia; saben las vacas a lo que están, nosotros sabemos que estamos de paso;
para ellas la hierba, nosotros tenemos el camino.
Rápidamente subimos
a una verde loma despajada de árboles. ¡Mirad la grandiosidad de Peña Canciás!
Rápidamente subimos a
una verde loma despejada de árboles. Hace un rato que vemos la cumbre;
caminamos y no nos acercamos; avanzamos y Peña Canciás permanece a la misma
distancia. No obstante, todo llega;
también nosotros llegamos a la misma falda de Peña Canciás; nos sentamos en una
sombra, en un sueño, en un instante de reposado sosiego, en un tiempo de
admiración y de agua.
Han pasado varias
horas, diferentes fatigas, todas las aves han volado más altas que nosotros,
todos los árboles están tan entrañablemente unidos a la tierra como nosotros.
Paso a paso hemos llegado a la cumbre. La cima está hacia la mitad de la larga
cuerda que forma Peña Canciás.
Cima de Peña
Canciás.
Hacia la vertiente
norte, Peña Canciás se corta en profundos farallones sobre el valle. Allí, un
viajero, nos contó una leyenda sobre Mamés, el hombre-choto, enamorado de una
joven. Cuando la muchacha se marchó hacia sus lejanas tierras, Mamés no pudo
resistir la ausencia y se despeñó por estos farallones que aquí contemplamos. Dicen
las gentes que, al oscurecer, frecuentemente se le puede ver en forma de choto
o de cabra saltar entre las peñas en busca de su amada. Puede que sí o puede
que sea una narración de la fantasía. Cabras, sí hemos visto por las repisas de
estos profundos farallones, pero seguramente al anochecer ya no estaremos por
aquí.
Descansamos. Comimos.
Observamos con admiración, lentitud y contento. Regresamos y lo cuento con
estas pobres palabras que no llegan al deslumbrante vocabulario del recuerdo.
Javier Agra.
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