El Camino de Santiago
comenzó para mí con una cena comunitaria y terminó con la Cena Eucarística.
Desde Pendueles, pequeño lugar en Cantabria hasta Santiago, destino de ensueño
y esfuerzo, muchas curiosidades y aún alguna aventura enriquecieron el sendero
de mi existencia.
Entre playas y
acantilados, los peregrinos atraviesan bosque y puentes. La vegetación es
brillante y frondosa en estas tierras de Asturias.
Varias jornadas de
camino nos llevaron por diversos albergues a través de Llanes y Ribadesella
hasta el de San Esteban de Leces, precioso enclave al que llegué bajo el agua
de un medo día metido en lluvia. Lugar en despoblado donde la acogida es un
primor; en este albergue reconfortante se amplió el grupo de los conocidos de
este peregrino con varias personas llegadas al Camino de Santiago desde más
allá de los mares.
Los días de sol y playa
fueron muchos, solamente dos los de chubasquero. Silenciosos y sosegados paseos
por los altos acantilados de Asturias bajo el sol de la mañana; al fondo
el
mar y el sonido de gaviotas y grillos en la cercanía. Verde mecido por la brisa
bajo los pies del peregrino, arco iris en el alma y en las pupilas. El mar
tiene música de eternidad en el corazón del peregrino de tierra adentro y
quisiera quedarse para siempre sentado en esta pradera de altura entre el aire,
la canción de las aves, la música inmensa de la tierra interminable.
Los acantilados y
el mar seducen al peregrino que quisiera quedarse para siempre sentado en esta
altura.
El peregrino continúa
sus pasos siempre más allá entre bosques y sembrados, entre costas y arena. La
contemplación de varios cientos de kilómetros desde la dimensión del caminar es
una sublime sensación de regocijo, de pequeñez, de quietud incluso. Los prados
se suceden lentos, el tiempo pasa en el dulce sosiego del instante y de lo
eterno; el peregrino conversa con un árbol y con otro y con otro más desde la
ausencia de la palabra; cada pequeña brizna de vegetación acompaña al viajero
de a pie.
Las grandes ciudades
tienen una dimensión de monstruo en la distancia, de súplica en la cercanía.
Las grandes ciudades se pierden en sus desconocidas calles y alejados pisos;
necesitan un sonido de pasos que las recorra poco a poco y acompase su corazón
a sus paredes quietas, a sus parques de brincos y de juegos, a sus tabernas de
bullicio. Las grandes ciudades no lo saben pero han puesto bancos cada cierto
trecho para que los peregrinos se sienten, reposen y observen el aire y las
hojas de los árboles y la decoración urbana y las ventanas que palpitan vida en
su interior.
Este paseo nos
está acercando a Llanes. El sendero por la ladera de la montaña apunta al mar
que es arco iris y música de eternidad.
La salida de Gijón
ocupa una dolorosa hora de humos y ruidos, de cemento oscuro y virutas
herrumbrosas; entrar en Avilés supone sortear el tiempo antiguo del carbón, los
trenes destruidos por el tiempo, lo que fue industria y es pasado carcomido; la
entrada en Avilés la quieren paliar con ese inmenso trabajo de construcción de
un parque nuevo donde cobren vida las herramientas inservibles de otros tiempos
transformados en esculturas. Entre Gijón y Avilés una hermosísima y amplia
campiña de verdor y praderas, insospechada belleza de bosques y prados para
quien no la caminado el amplio espacio intermedio entre las dos ciudades
industriales.
Javier Agra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario