Desde el otero
donde se encuentra la Ermita de San Hipólito, Acisa brilla de nieve y
recuerdos.
Es un hecho que no
sabemos las circunstancias que se juntan para que comencemos naciendo en un
lugar de los millones de recovecos que tiene nuestra tierra; pues bien, de ese
lugar no nos olvidaremos ya, por más años que pasen sin que lo retomemos en la
retina de nuevo; el corazón lo retiene de un modo especial y, a menudo, sale a
pasear con nuestros paseos.
Esta fotografía es
el daguerrotipo de tiempos ya olvidados mientras se cargaba un carro de trigo o de hierba.
Mis padres, Felipe y Alicia, junto a mi hermana Irene y mi hermano Miguel, las
vacas se llamaban Bonita y Garbosa.
Recuerdo Acisa cuando
aún no tenía luz eléctrica ni, mucho menos, pasaba la carretera por el pueblo.
La aldea era lugar de habitantes mineros
de carbón que cada madrugada y aún antes de ser de día salían caminando en
cuadrilla hacia Sotillos o Sabero por la “senda de los mineros”, con los años
esta senda se ha ido borrando del monte pero nunca de la memoria; las calles embarradas o polvorientas según la
época del año eran transitadas por la lentitud de los carros tirados por
cansadas vacas; los niños en la escuela pasábamos horas felices, allí recuerdo
mi primera lectura (no completa) del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha, después lo he leído varias veces siempre con divertido entusiasmo.
El caño
permanentemente activo era la fuente común de la que bebíamos y vivíamos,
también nuestros animales abrevaban en sus aguas, el sobrante salía hacia el
reguero para llegar a alguna huerta cercana y regar hortalizas y algún
afortunado frutal.
La Labiada y los
Cantones, casi inseparables en el recuerdo, coronados por la ermita de San
Hipólito; allí nos juntábamos para esperar a las ovejas que volvían en rebaño
común; allí nos contaban los “viejos” historias pasadas, eran nuestro hilo con
el presente y el salto hacia el futuro.
En esa casa de la
fotografía viví durante algunos años, hacía ocho años que había nacido cuando
la construyeron mis padres en el año mil novecientos sesenta, ayudados por un
albañil que venía cada día desde Yugueros. Fue el mismo año que estuve postrado
en la cama con aquella enfermedad leucémica durante ocho meses, en ese tiempo
aprendí a hacer punto y a tener paciencia. Tres años después abandoné Acisa de
las Arrimadas para continuar naciendo en el País Vasco y en Cantabria y en
Cuenca y en Salamanca y… últimamente nazco cada mañana en Madrid, en una tierra
sin fronteras. En los diversos lugares he visto que el sol, la luna, el aire,
las aves… tienen el mismo ritmo de nuestro corazón y en todas partes he
aprendido a palpitar con la libertad de los espacios abiertos a la palabra
común que es la humanidad igual en todas partes.
Javier Agra
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