sábado, 21 de diciembre de 2019

ACISA DE LAS ARRIMADAS



Desde el otero donde se encuentra la Ermita de San Hipólito, Acisa brilla de nieve y recuerdos.

Es un hecho que no sabemos las circunstancias que se juntan para que comencemos naciendo en un lugar de los millones de recovecos que tiene nuestra tierra; pues bien, de ese lugar no nos olvidaremos ya, por más años que pasen sin que lo retomemos en la retina de nuevo; el corazón lo retiene de un modo especial y, a menudo, sale a pasear con nuestros paseos.

Esta fotografía es el daguerrotipo de tiempos ya olvidados mientras se cargaba un carro de trigo o de hierba. Mis padres, Felipe y Alicia, junto a mi hermana Irene y mi hermano Miguel, las vacas se llamaban Bonita y Garbosa.

Recuerdo Acisa cuando aún no tenía luz eléctrica ni, mucho menos, pasaba la carretera por el pueblo. La aldea era lugar de  habitantes mineros de carbón que cada madrugada y aún antes de ser de día salían caminando en cuadrilla hacia Sotillos o Sabero por la “senda de los mineros”, con los años esta senda se ha ido borrando del monte pero nunca de la memoria;  las calles embarradas o polvorientas según la época del año eran transitadas por la lentitud de los carros tirados por cansadas vacas; los niños en la escuela pasábamos horas felices, allí recuerdo mi primera lectura (no completa) del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, después lo he leído varias veces siempre con divertido entusiasmo.

El caño permanentemente activo era la fuente común de la que bebíamos y vivíamos, también nuestros animales abrevaban en sus aguas, el sobrante salía hacia el reguero para llegar a alguna huerta cercana y regar hortalizas y algún afortunado frutal.

La Labiada y los Cantones, casi inseparables en el recuerdo, coronados por la ermita de San Hipólito; allí nos juntábamos para esperar a las ovejas que volvían en rebaño común; allí nos contaban los “viejos” historias pasadas, eran nuestro hilo con el presente y el salto hacia el futuro.

En esa casa de la fotografía viví durante algunos años, hacía ocho años que había nacido cuando la construyeron mis padres en el año mil novecientos sesenta, ayudados por un albañil que venía cada día desde Yugueros. Fue el mismo año que estuve postrado en la cama con aquella enfermedad leucémica durante ocho meses, en ese tiempo aprendí a hacer punto y a tener paciencia. Tres años después abandoné Acisa de las Arrimadas para continuar naciendo en el País Vasco y en Cantabria y en Cuenca y en Salamanca y… últimamente nazco cada mañana en Madrid, en una tierra sin fronteras. En los diversos lugares he visto que el sol, la luna, el aire, las aves… tienen el mismo ritmo de nuestro corazón y en todas partes he aprendido a palpitar con la libertad de los espacios abiertos a la palabra común que es la humanidad igual en todas partes.

Javier Agra

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