El día ventoso arrecia hasta ventisca en las zonas alta de la Sierra de Guadarrama, no obstante pienso que más trabajosa fue la octava sinfonía de Bruckner tan exitosa con el andar del tiempo. Porque el tiempo anda, no corre, con la lentitud de los asuntos de la naturaleza que va llegando a su plenitud con una cadencia casi imperceptible.
En la montaña aprendemos a ser respetuosos con el clima, con las amenazas de tiempo cambiante, con las personas, con la naturaleza en su totalidad diversa. De modo que con abundancia de ropa y de precaución avanzamos monte arriba desde el aparcamiento de Majavilán mientras escuchamos el cuchicheo del arroyo a nuestra derecha, el bisbiseo del viento entre las ramas con tal monotonía que parece querer ocultar el arrullo de las aves a esta primera hora de la mañana.
Hemos entrado en la Vereda del Infante para ascender hacia Peña del Águila.
Poderosa repetición misteriosa con escalas ascendentes, nuestra subida por la empinada cuesta hasta el Camino Viejo de Segovia parece reproducir el inicio de la sinfonía de Bruckner que hoy resuena en mi corazón. El Camino Viejo de Segovia serpentea con levedad y relajación en permanente ascenso hasta que encontramos la cerrada curva de subida buscando el Collado de Marichiva.
La nieve va en aumento. El pico carpintero martillea monótono en la distancia y su eco envuelve al montañero con el mismo remanso de paz y fortaleza que emana el lento scherzo del segundo movimiento de la octava sinfonía de Bruckner. Una parada sobre una pequeña ampliación en la reducida vereda de subida para poner los necesarios cramponcillos que ayudan a caminar sobre la nieve por momentos suave por momentos helada en las umbrías.
Vereda del Infante hacia arriba, al fondo a la espalda de Jose reluce la montaña y cumbre de Peñalara.
El Collado de Marichiva es, también hoy pese al viento que aumenta de volumen, lugar de cruce de montañeros, de ciclistas, de gente aguerrida que entrena a la carrera por estas alturas de sosiego y libertad. La cancela de hierro tantas veces atravesada sigue en su lugar, silente y casi espiritual, entregando su entraña y su accesibilidad para que crucemos y comencemos el ascenso definitivo por la Vereda del Infante hasta la cumbre de la Peña del Águila.
Al fondo se ve la antecima de Peña del Águila. La nieve, cuando se controla el ambiente, resulta una canción de serenidad y sosiego.
Como un ensueño apenas perceptible, el Adagio del tercer movimiento se agarra al corazón del montañero para acompañar en la subida. Pronto terminará la zona de pinos, el viento será más poderoso como queriendo tragarse los pasos del montañero y hacer retroceder; pero el Adagio suena sublime y aún retumba en el corazón silencioso del montañero con la música de los clarinete, las tubas, el arpa… juntos llegan a las rocas que envuelve la nieve en remolinos, juntos continúan por la amplia arista abierta al ventarrón que suena como aullidos, pero el Águila de las cumbres anima los pasos del montañero con el poderoso crescendo del comienzo del cuarto y último movimiento de la octava sinfonía de Bruckner.
En la cima. Recuerdo en alguna otra subida el hito de piedra grande y bien construido. Hoy queda el recuerdo desparramado de los peñascos.
Ahora tenemos la certeza de llegar a la cumbre, ya tenemos la fotografía del momento, ya tenemos la sonrisa del logro, ya tenemos el azote de la nieve enfurecida en el rostro, ya tenemos el alma caliente de ilusión y conquista. Termina la octava sinfonía de Bruckner en una extensa coda de trece compases en los que se escucha una especie de resumen final de toda la sinfonía. Termina nuestro esfuerzo en un batir de brazos y de saltos porque hemos conseguido concluir esta jornada en la cumbre, siempre respetada y amada, pese a la oposición feroz del viento y de la nieve.
Javier Agra.
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