Habíamos visitado la Dehesa de la Oliva con su pasado romano y estamos descendiendo los escasos metros desde la cerrada boca de la cueva del Reguerillo, como dicho tengo en el anterior texto.
A nuestra izquierda desciende, para remontar nuevamente, la inmensidad de tubería del Canal de Isabel II; continuamos caminando a la sombra del Cerro de la Oliva hasta un ensanchamiento que sirve de aparcamiento para media docena de coches, a la vista ya de una barrera desde la que comienza la bajada de tierra que seguiremos buscando el río Lozoya; allá en la distancia se divisa la brecha del terrero por donde discurre.
Regresamos entre vegetación y alguna edificación antaño próspera y hoy arrumbada entre el tiempo y el olvido.
El Cerro de la Oliva se presenta a nuestra consideración en toda su belleza de pinares serenos y dibujados valles más bajos que la pista pedregosa por la que caminamos entre filosofías de la vida y de la pequeñez de las personas frente a esta dilatada montañita, un par de curvas adelante asoman ante nosotros los cortados acantilados del Pontón de Oliva a cuyo pie imaginamos los juegos del Lozoya, más allá las Cárcavas con su paisaje espectacular y sinuoso hasta el éxtasis.
Junto al río Lozoya.
Un cartel nos recomienda hacer un atajo para evitar unas colmenas; obedientes desembocamos en una casa solitaria antaño próspera granja y hoy arrumbado abandono entre el tiempo y el olvido. Continuamos sendero adelante, bajo nosotros ya está el amable sonido del río Lozoya con su abundante arbolado. Una revuelta más y entramos en la senda del río que se cierra en un Cañón de lírica expectación, de esperado sosiego, de anhelado místico misterio natural.
El sendero se estrecha, está muy bien trazado y visible en todo momento; el sendero lleva a los montañeros, hoy solamente senderistas, a una altura cercana a los diez metros sobre el seno de agua del Lozoya, entre la canción de arpa de las ramas de los enebros, chopos, abedules, fresnos, salgueros… entre el violín del agua y la flauta travesera de las aves.
Vegetación llena de vida y de caídos troncos.
Dos veces detuvimos nuestro caminar para mirar despacio unas pequeñas grutas construidas por el Canal, aquí llamado Ramal de la Parra, para asuntos relacionados con el agua, más adelante encontramos una especie de presa hoy en desuso y más allá otro trozo de tubería visible con su caseta de registro. Dos veces nos detuvimos embelesados por la desbocada naturaleza en forma de troncos de imposible posición. Dos veces nos detuvimos para admirar el brillo del sol entre el agua y las ramas de los árboles. Dos veces para reponer energías y respirar silencio musical del entorno mágico. Dos veces fascinados por árboles frondosos y de aspecto gigante que ofrecen abrazos y consuelo a la humanidad entera.
Los últimos metros los recorrimos por un pasillo escavado en la roca.
Sin darnos cuenta, asombrados y absortos, se abren las márgenes del río y disminuye la vegetación entre praderas breves; los cortados cerros del Pontón de la Oliva, siglos de piedra y de quietud, bisbisean eco al silencioso vuelo de algunos buitres que planean el cielo y buscan alimento en el suelo, ausentes a los tres escaladores que hacen cordada en alguna de las múltiples vías hasta las cumbres.
Vista atrás desde la Presa del Pontón de la Oliva.
Las cercanías de la presa del Pontón de la Oliva llenan de encandilado embeleso a los montañeros al volver la vista hacia atrás y contemplar un amenísimo valle cerrado por el circo natural del fondo y cerrado delante de nosotros por la fallida presa, los últimos metros los recorremos por un pasillo escavado en la roca.
Superada la presa, el camino se hace pista y en suave ascenso siempre hacia la derecha llegamos en muy pocos minutos a la ruinosa ermita de Nuestra Señora de la Oliva y al aparcamiento henchido de vehículos a esta hora recién superado el mediodía.
Javier Agra.
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