domingo, 17 de septiembre de 2023

CERRO DE LA OLIVA Y CAÑÓN DEL LOZOYA (III)


Quedé con los pies clavados frente a la ermita de Nuestra Señora de la Oliva. El aire traía cercanías de luz azul tamizada en el blanquecino de las nubes, traía aromas de otros siglos cultivados en estas hoy baldías tierras, traía palabras de otros tiempos lejanos cuando los cistercienses construían sus monasterios desde la austeridad para cultivar los campos en tierras de frontera ausentes a los ejércitos y a las guerras.


Ermita Virgen de la Oliva

Corría la primera mitad del siglo XII cuando entre ladrillos y entre mampostería fueron configurando la sencillez del románico, columnas lisas de capitel simple sin ornamentos vegetales para ir formando el templo en la unión del ábside y la nave. El ábside era para representar la presencia de Dios que es Santísima Trinidad por eso la luz entra a través de tres sencillas aberturas que difícilmente se pueden llamar ventanucos en medio de las hileras bien sustentadas en ladrillo.

Allí rezaban los monjes el oficio divino antes de salir el sol cualquier mañana de Pascua de Resurrección con el salmo 149:

¡Aleluya, ha resucitado el Señor!         ¡Aleluya, resurresit Dominus!

Alabad su nombre con danzas             laudent nomen eius in coro

cantadle con tambores y cítaras           in timpano et psalterio sallant ei

porque el Señor ama a su pueblo         quia beneplacitum est Domino in

y adorna con la victoria a los humildes.                                populo suo

                                                             et exaltabit mansuetos in salute.

El canto que nació en monodia gregoriana, fue compuesto siglos más tarde como motete por el grandioso Bach. Y así el salmo siguió su sonora melodía por todas las tierras del mundo, aún hoy resuenan sus voces en timbre gregoriano y en melodiosa polifonía.

 


Olivo con sus aceitunas a punto de madurar.

 

Plantaron los monjes tres hileras cada una con tres olivos para obtener sombra en las horas de siembra del trigo y de su cosecha en la solana de los veranos futuros. En aquellas tierras trabajaron los hermanos cistercienses y en ellas trabajaron también los labradores del pueblo de Patones. Hasta allí portaban el agua del cercano Lozoya para el sustento de la comunidad y los animales de leche y trabajo, para la huerta y los olivos que eran tres veces tres. Lo llamaremos –se dijeron– el Santuario de Nuestra Señora  de La Oliva pues con el aceite nuestra almazara mantenemos la lámpara del sagrario encendida.

 


Río Lozoya poco antes de la Presa del Pontón de la Oliva.

 

Años y siglos más tarde se fueron todos los monjes a fundar el templo de San Pedro Apóstol en la cercana población de Torremocha de Jarama, sino un hermano lego que quedó para hacer la oración de las horas en el templo. Dicen que una banda de forajidos lo asesinó una madrugada, mientras rezaba maitines a la brigada de un olivo.

 

Los campesinos lo vieron cuando iban a cosechar los sembrados al rayar el alba, con una rama de olivo en una mano, en la otra el breviario. Lo enterraron entre oraciones y canto gregoriano en el ábside circular de ladrillos en hileras de mampostería, bajo la luz de la ventana central en el subsuelo del presbiterio.

 

FOTO


Ábside de las ruinas del Santuario de Nuestra Señora de la Oliva.

 

El resto de los monjes se repartieron en ermitas por los cercanos pueblos viviendo de dos en dos atendiendo a los nuevos templos que por estos lugares florecieron. Vinieron malos vientos, malas tormentas llegaron que arrasaron los sembrados, las cosechas y los olivos. El tiempo borró la memoria de aquellos monjes del cister que crearon el monasterio de Nuestra Señora de la Oliva del que hoy apenas conservamos el ábside con su bóveda de cuarto de esfera y un inicio casi invisible de la nave que otrora albergara liturgias y cantos, escuela y biblioteca.

 

Puede que la historia del Santuario de Nuestra Señora de la Oliva sea así o puede que sea de otra manera.

 

Javier Agra.

 

  

 

 

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