martes, 28 de mayo de 2024

BAÑOS DE VENUS I

 

Diez años hacía que visitara esos emotivos parajes. Diez años desde la última vez que estuve sentado un buen rato en la Majada de Gavilanes, en su refugio vivac lleno de historia y compromiso. Recuerdo, de nuevo con emoción, la leyenda verídica del cabrero que pasaba aquí largas temporadas en ese mismo vivac sobre el que hoy me he sentado a meditar; de él se dice, y así parece la probada verdad, que durante la incomprensible contienda civil española ayudaba a diferentes personas de los dos bandos en guerra a esconderse algún tiempo y pasar al lado que más les apetecía a las personas que huían. 



Vivac en la Majada de Gavilanes. 

La Majada de Gavilanes es una pradera de sosegada paz en todo momento, de verdor inusitado en estos días de primavera. Grandes rocas para la sombra, agua cercana para el sustento, hierba frondosa para el ganado, para el alma y el corazón serenidad inmensa durante el día en un bellísimo entorno, de noche con las estrellas limpísimas bailando en el cielo... 



Vista general de la Majada de Gavilanes. La gran roca, con el vivac al otro lado, es inconfundible desde un pequeño collado a pocos metros de haber iniciado el sendero.  

Cuentan también que un día el pastor apareció asesinado, permanece para siempre el halo de luz radiante en la memoria del lugar, una aureola de compromiso y entrega que envuelve a los escasos visitantes que se acercan hasta aquí. Esa paz y ese compromiso son, sin duda, los tesoros del cabrero que dice la leyenda que aún están escondidos en el lugar. 



Este es el pluviómetro que marca el final de la desvencijada y entrañable senda. Un poco más arriba se ve el mogote de peñas detrás del que arranca, como dicho tengo, la senda que baja al Baño de Venus. 

Habíamos salido del tercer aparcamiento de Canto Cochino siguiendo la margen del Manzanares por la pista de “las zetas” hasta el kilómetro catorce. Allí se cruza el Arroyo del Chivato a mil quinientos sesenta metros de altura para continuar por una senda sinuosa, un tanto incómoda, en ascensión constante entre pedregal descompuesto. A la altura de mil seiscientos diez metros, sale una senda más reducida pero visible que entra hacia la majada de los Gavilanes con su vivac y su historia. 

Regresamos, después de un tiempo, como conté más arriba, a la senda que continúa en ascenso por entre diferentes opciones, como los vericuetos de la vida que todos conducen hacia el mismo futuro sereno y feliz. Está la sierra bullendo de colores blanquecinos, amarillentos de jaras y cantuesos, de azules jacintos, escasas peonias con su brillante color rosa.  



Baño de Venus, con su resbaladiza cascada por donde baja el agua. 

Entre surgencias de agua y trinos variados de aves, llegamos hasta el pluviómetro; muy pocos metros más arriba se ve un conjunto de rocas y, tras ellas, baja una reducida senda que nos deja en el Baño de Venus, una limpísima charca de agua o bañera natural entre rocas pulidas y mágicas donde se deposita el agua del Arroyo de la Covacha después de reposar un instante en diferentes pozas más arriba y de resbalar suavemente por una pulida llambria. Venus bellísima, continúa surcando sus aguas y cantando sonetos amorosos a los oídos y a los corazones aguzados que allí llegamos en silenciosa unción. 

No vi a Venus, la diosa de la que nació Roma a través del legendario Eneas; no la vi. Acaso estuviera por algún rincón componiendo poemas o trenzando coronas de amor para cuando llegara alguna pareja... No la vi, pero aún quedaba su reflejo en el agua y su perfume sobre las rocas. 



Como un castillo, se levanta la Torre de Francisco Caro. El nombre se lo lleva todo, la compacta torre de la izquierda. 

Desde allí nos fuimos a la Torre de Francisco Caro con el alma enamorada de la Pedriza, de la naturaleza, de la vida entera. Nos sentamos al abrigo de unas peñas para comer, que el corazón enamorado vive de suspiros, pero también necesita mordiscos de queso y alguna otra vianda. 

Javier Agra. 

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