Regresé, como tengo
dicho, al bien trazado GR 36 en el pequeño pueblo de Aldeia Nova, lugar de muy
buenas hechuras con acogedores edificios; tiene una casa rural con bicicletas y
caballos como alternativas para hacer parte de este Gran Recorrido.
Saludé por el
camino a un par de personas de edad avanzada (incluso comparada con mi edad)
que estaban cuidando unas vacas; más que cuidarlas, esperaban pacientes a que
ellas decidieran que ya tenían la panza llena. Conversamos sobre la apariencia
bucólica y la tarea más trabajosa de la vida en la aldea, sobre Madrid y la
emigración allá en sus años mozos, sobre el constante rumiar de las vacas y de
los humanos, pues volvemos una y otra vez sobre aquellas penas que nos afligen
o sobre los gozos que aún nos mantienen con entusiasmo muchos años después de
vivir experiencias dichosas. Tal vez también los humanos necesitemos en el
espíritu y en el alma las cuatro cavidades estomacales de estas sosegadas
vacas: rumen, retículo, omaso
y abomaso.
Encinas poderosas, cuidados
huertos bordean el sendero que llega a la aldea de Vale de Aguia. Pasada la
iglesia tras un recodo a la derecha
continúa el sendero por el que muy bien puede adentrarse un coche en muchos de
sus tramos. Pero los viajeros del GR sabemos que la felicidad del corazón que
camina entre suspiros y aromas aumenta con el sonido leve de las hojas, con el
olor que comparten las múltiples plantas, con los colores y la brisa que
acaricia el rostro.
Mirador y castro entre
Vale de Aguia y Miranda.
El camino ha descendido
hasta lo más profundo del valle. Los prados apenas despuntan un verdor de agua
en este seco agosto; los colores se enriquecen entre viñas y fresnos. Apenas
iniciada la subida, las señales indican que estoy llegando a otro mirador y a
otro antiquísimo castro que fuera abandonado después de ser conquistados sus pobladores por
los romanos: en el Museo etnográfico tierras de Miranda se conservan diversas
piezas, petroglifos y señales de una vida antiquísima que perpetúa cada
corazón que late y cada pie que transita este mundo.
El Duero en su quietud
pétrea de inmensas aguas está allá abajo para disfrute de los sentidos, para
alimento de las águilas que escudriñan los riscos y los troncos. Salto entre
las piedras que me susurran que son restos de algún muro de defensa anterior aún a
la construcción de las murallas, paseo entre el tiempo y la esperanza.
La Catedral de Mirando
y la ciudad se abren paso desde lo alto del camino del GR 36.
Mis pasos dejan atrás un
breve caserío en el que conviven mil palomas, muchos viñedos, algunos ladridos,
diversidad de árboles. No he vuelto a ver más personas. Aprieta el sol en la
cumbre de este altozano, por eso me resguardo a la sombra de una acacia y de un
muro en ruinas. Suena el reloj en la catedral de Miranda. Bebo, como si tuviera
prisa, un sorbo de agua y continúo mi camino.
Apenas veinte metros más
allá se abre la vista sobre la catedral y, enseguida, la ciudad de Miranda
extiende sus calles y sus tejados para saludar mis horas de camino. La belleza
del Duero se mezcla con el aleteo del final del camino. La ciudad tiene
estómago de bullicio y turistas, pero esta piel externa es todavía quietud y
huertos.
¡He paseado tantas veces por
esta Miranda vieja y nueva! He descubierto de nuevo el entrañable abrazo de su
río Duero.
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