lunes, 5 de febrero de 2018

RONDA




Detenemos el coche en algún punto de la Sierra de Las Nieves. La vista es inmensa, hacia el horizonte, espectacular hacia la profundidad de los cortados valles de los ríos Guadalmina y Genal. La nieve se acumula aún en las cunetas de esta altura entre pinsapos y variedades de encinas.

Antes de separarnos de la costa, pasamos por las playas de Marbella; por su avenida del Mar donde están expuestas diez esculturas de discutido origen, pues no se ponen de acuerdo ni los lugareños ni los críticos sobre si son de Dalí o construidas a partir de pequeños formatos del autor; lo cierto es que me parecieron una aportación llena de virtuosismo y originalidad; visitamos el cuidado Parque de la Alameda con su fuente dedicada a la Virgen del Rocío.

Fuente del Parque de la Alameda en Marbella

Los cuarenta y ocho kilómetros de carretera para subir a Ronda son una ascensión entre la sorpresa, el susto y el goce de los sentidos. Seguramente la visión de estos paisajes desde el coche sea diferente según las afinidades montañeras o los niveles de vértigo de cada persona que opine. La Sierra de las Apretadas hace retorcerse a la carretera antes de explosionar en la belleza mágica de la Sierra de las Nieves. 

El cañón de Ronda se abre en gozoso acantilado sobre la llanura que alimentó a Roma y a Cartago.

La Serranía de Ronda desemboca en una fértil meseta de verdor, amplia y sosegada en su cumbre. Hemos subido entre quejidos, escoltados por invisibles cabras de monte, más de setecientos metros desde la orilla del mar hasta la luz abierta en horizontes sin final donde la serenidad de sus llanuras produce sosiego y libertad. Llegamos así a Ronda entre el blanquecino anuncio celeste de otro frente de agua y la ilusión por visitar la ciudad que, entre los muchos avatares de la historia, fue algún tiempo reino musulmán independiente antes de pasar a integrarse en el reino sevillano de Al-Mutadid.

La Calle Carrera Espinel es de sereno recorrido peatonal, calle de colores y aromas llenos de vida. Paseamos la calma por sus calles, visitamos parques y edificios de historia y nombre, de años dormidos en el tiempo. Ronda, ciudad que alimentó a Cartago y a Roma; Ronda, ciudad de manos extendidas a todos los pueblos de la historia.

Paseamos desde Carrera Espinel por sus parques y altos acantilados que se esconden detrás del Parador. Aquí está el ojo del Puente, allá abajo se mueven lentas las aguas del río Guadalevín de breve recorrido y universal nombre. Muy pronto llevará su diminuto nombre y la inmensidad de Ronda hasta el río Guadiaro, juntos correrán aventuras hasta desembocar por Sotogrande en el Mediterráneo.

Nosotros, como todos los visitantes de Ronda, también necesitamos asomarnos a su asombroso cañón; el Tajo de Ronda es un corazón admirado, recorrido por las aguas del río Guadalevín. El Tajo de Ronda es un acantilado de sueños sobre las tierras llanas. Imagino al soldado poeta sevillano Baltasar del Alcázar, que vino a vivir a Ronda su retiro, escribiendo desde estas alturas su poema “Una cena” En Jaén, donde resido,… tantas veces recitado para aquellos que fueron mis alumnos. Por estas alturas de fantasía e imaginación corrió su infancia Vicente Espinel antes de construir los versos que hoy llevan su nombre “espinela” y de idear la sexta cuerda para la guitarra, siempre amable compañera en sus muchos viajes.

Llegamos hasta la iglesia de San Sebastían en Cañete la Real con el único propósito de visitar la imagen de la Virgen de la Aurora. Aquí está la imagen fotografiada.

Desde Ronda, nos fuimos a visitar la Virgen de la Aurora en Cañete La Real; regresamos por los pueblos de la Hoya de Málaga hasta Benalmádena en un recorrido circular lleno de variedad, colorido y sereno entusiasmo.

Javier Agra.     

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