La Sierra de Guadarrama se levanta sobre columnas invisibles donde bailan los pueblos desde siglos sin tiempo definido. Acurrucado entre mágica vegetación se encuentra El Escorial, del que dicen es un lugar joven pues no hay señales claras de su existencia hasta entrado el siglo diez, cuestión en que no me atrevo a entrar pues otros doctores tendrán estos asuntos entre sus quehaceres.
Sentado en la Silla de Felipe II medito pensamientos antiguos.
Algún habitante paseó por sus montañas en siglos anteriores pues la Silla de Felipe II es más vieja que la leyenda real (aunque la veracidad sea irreal). De cualquier manera, a sus pies aparcamos el coche pues no encontramos antes otro lugar apacible para subir a pie hasta este espacio, como hemos hecho en otras ocasiones.
Entre senderos y marcas avanzamos monte arriba entre vistosas rocas cubiertas de musgo fornido, entre retorcidos robles en conversación con la brisa. Si llegas a ver este texto, amable lector, recuerda que sale un camino directo hacia la Machota Baja desde el ángulo anterior a un amplio prado, sendero disimulado entre vallas de alambre y puertas que parecen impedir el paso. No impiden el paso, invitan a atravesar sus cerrojos y comenzar libremente la ascensión por el marcado camino que desde allí asciende en rápido movimiento.
El sol amanece con luz mágica, cuando estamos entre roquedales de musgos y robles antiguos.
Nos lo pasamos. Continuamos buscando senderos cada vez más ocultos entre la magnitud de la maleza y el olvido de los siglos que pueblan con pelambreras de vegetación la ladera que ya sube hacia la Machota Alta sin claridad; ahora la intuición nos aseguraba que era preciso deshacer lo andado y buscar el collado que asomaba lejano a nuestra izquierda. Trepamos, descendemos, llaneamos, lo intentamos de nuevo entre matorrales compactos y barrizales.
En la montaña hemos aprendido que todo llega, es cuestión de tiempo, empeño, sosiego, fatiga, imaginación… También llegó para nosotros el momento en que encontramos el final de la fatigosa búsqueda y el premio de la Pradera de los Cerros y el Collado de Entrecabezas desde el que sale el camino hacia la Machota Baja.
La niebla esconde senderos entre los enebros.
Comenzamos, pues, la subida por el conocido sendero tantas veces pisado en otras ocasiones. Ahora nuestra compañía era la amenazadora niebla como un alarido de la pequeña montaña que quisiera asustar a los montañeros; porque sí, amable lector, la montaña pone trabas y pruebas, a veces serias, otras ocasiones divertidas, para que se necesite algún esfuerzo llegar a sentarse en la cumbre.
Cerca de la cumbre, los montañeros alegran el rostro y bailan el corazón.
Hemos llegado a la cima de la Machota Baja. Llanuras, pueblos, colinas, El Guadarrama de Madrid al fondo... más allá la tierra entera bulle anhelos de libertad y de PAZ.
Los enebros semejaban figuras fantasmales detrás de algún recodo; el escaso piornal es el último reducto de su abundancia unos cuantos metros más abajo; las escuetas encinas, siempre serenas y austeras, empujaban con entusiasmo nuestro camino entre las descomunales rocas y las húmedas piedras. Se empina la llegada a la cresta, se esconde la cumbre entre moles de piedra.
Allí está el vértice geodésico a mil cuatrocientos diez metros, como una pintura al óleo, desde donde se divisa la hermosura del Guadarrama en todas las direcciones.
El regreso fue cómodo siguiendo el marcado sendero. La niebla se había marchado, la montaña mostraba sonrisas azules acaso como premio al esfuerzo de los montañeros.
Javier Agra.
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