Nuestra tierra, el planeta Tierra en su conjunto tiene suficiente magia como para inventar fantasías sin término; infinidad de caminos siempre nuevos a través de los siglos, pues cada vez que una persona los transita tienen la novedad del corazón que los habita.
Salir del pueblo de la Paradilla entre laderas de verdor inmenso de esta naciente primavera es un gozo para el alma y una respiración de inmensidad para la mente y para la fatiga que los años van acumulando en el corazón. Llegar a la cumbre del San Benito, llegar a cualquier cumbre llena de vigor y ensancha el sosiego.
El aparcamiento del coche, delante del edificio que a mi entender fue la antigua escuela de cuando el pueblo tenía niños y escuela abierta a la sabiduría, a las risas y carreras infantiles, es el inicio de un sendero que sigue tras una cancela de hierro hasta el depósito de agua, para trazar una ligera curva hacia la izquierda a veces entre roderas a veces entre recuerdos de carros de antiguos trabajos de labranza. Más adelante, encontraremos otra cancela que nos adentra en un cercado de piedra por donde continúa la senda.
Al fondo los molinos de la Sierra de Ojos Albos. En el pueblo del mismo nombre tuve en mis manos un incunable Catastro de Ensenada de los primeros que se hicieron en España a mediados del siglo dieciocho.
La subida al Pico San Benito no tiene pérdida, pues asciende entre enebros frondosos y algunos roquedos que son como llamadas al descanso entre las ascendientes praderas, siempre cercanos a la línea de cumbre desde la que se divisa la cercana población de Santa María de la Alameda y otros pueblos más lejanos, cerrados en el horizonte por los inconfundibles molinos de la Sierra de Ojos Albos.
En medio de la marcha, como si la naturaleza quisiera poner algún tropiezo, nos encontramos “el paso de las Termópilas”, un curioso paraje de poderoso roquedal con una encina en mitad de su paso, guardián que parece asentado en el mismo lugar durante siglos resistiendo los embates del tiempo desde el frescor brillante de sus hojas verdes.
El paso de la encina.
Más arriba, camino ya de la cumbre, se extiende la vista hacia Gredos y, más cerca, la Almenara con su puntiaguda y alargada cumbre y los montes que saltan como carneros entre la tierra y el cielo, entre las nubes que dibujan mares de olas y sueños, entre la bruma y los suspiros que van dejando los siglos en el recuerdo del tiempo.
Y la cumbre, hasta arriba todo es pradera y mullido suelo. Solamente en la cima, como un tupido moño de duro cabello, una mole de roca exige escalar con atención los últimos metros para abrazar el vértice geodésico.
Hemos llegado a la cumbre para divisar alrededores de paz y de silencio.
El regreso puede hacerse por el sendero que sale, loma adelante, entre roquedos agrestes y frondosos enebros para descender más adelante buscando senderos trazados y regresar al pueblo.
Javier Agra.
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