Más allá de la
soledad de la nostalgia y los recuerdos de otros años, la Sierra de Ojos Albos
tiene amores solitarios de fatigadas aspas de molinos como nuevos vegetales
elevados hacia el cielo; he visto la fatigada bruma de sus sonidos cortando la
brisa fresca de este invierno. Brazos de metal llaman más allá del silencio de
la llanura, desde estas indecisas cumbres.
Llegamos a este
bello y recóndito pueblo, cercano a Ávila, desde la autovía de Madrid; dejamos
el coche en la solitaria mañana de la parte alta del pueblo, cuando el viento
traía hasta nosotros susurros de los molinos de viento que asomaban en las
cumbres, curiosos por ver quién aventuraba hacia ellos los pasos.
Entre las
rocas de la Cueva de Peña Mingubela, buscamos pintura rupestre.
Frente a
nosotros sale una amplia pista de tierra por la que comenzamos nuestra andadura
sobre la meseta; frente a nosotros se extiende una llanura de nostalgia y
encinares. Los montañeros avanzamos por la ladera del cerro Coloco buscando la
parte posterior de nuestra Sierra de Ojos Albos… ¿nuestra? Pensará el
lector…Nuestra sí, porque no es ya de los libros de texto, ni de quienes
bellamente la describen; ahora es nuestra, de nuestros absortos ojos, de
nuestros esforzados pies y sus pisadas, de nuestros corazones palpitantes
mientras caminamos este suave ascenso por el valle aguas arriba del arroyo del
Corral Hondo.
Sobre la orilla
opuesta, a nuestra derecha aguas arriba, encontramos enseguida la Peña
Mingubela una composición de roca incrustada en la ladera; nos acercamos para
observar las pinturas rupestres, escrutamos, escudriñamos y apenas atisbamos lo
que aseguran los estudiosos que son unas esquemáticas pinturas. Los dos
montañeros conversamos con los espíritus de aquellos primeros pobladores
vetones y continuamos la marcha sin poder añadir nada nuevo a nuestro deseo de
ver las rojas pinceladas entre la bermeja piedra.
Subimos al Alto de la Cabeza donde comienzan los molinos a florecer su poderío.
Caminamos por el
escondido vallejo y llegamos a la confluencia con el arroyo Valdeláguila, al
que entramos por una estrecha vereda; estamos en otro profundo valle que tendrá
seguramente mucha humedad en primavera, por aquí crecerá iluminando colores el
espliego y el oloroso orégano; quedan atrás, a nuestra derecha, las pequeñas
cumbres de Aguafría y la Saladilla. Hacemos algún intento de subir hacia las
cumbres pero nos los impide la cerradísima y abundante jara; cercano ya el
fondo del valle, descubrimos una trocha limpia de matorral y subimos a la zona
cimera de la Sierra de Ojos Albos en el Alto de la Cabeza donde comienzan los
molinos a florecer su poderío.
En la
puerta de un molino detenemos el tiempo y escuchamos las aspas que mueve
furioso el aire.
Suenan las aspas
movidas por el aire, hoy entre zarzagán y ventarrón, mientras los montañeros
admiran y escuchan…parece que Céfiro mantiene de nuevo una tensa conversación con
Bóreas acaso peleando por el amor de Cloris; antaño prevaleció la victoria de
Céfiro y se quedó con la colorida Floral primavera, hoy Bóreas tiene más subido
el tono de voz. Caminamos ahora por una pista que recorre toda la línea de
cumbres para el mantenimiento de los molinos de viento.
Llegamos a La
Cruz de Hierro con su vértice geodésico a mil seiscientos sesenta y dos metros
de altura. Cruz de Hierro jalonado de cuarcitas y pizarras, desde donde
contemplamos el Campo Azálvaro en su desnudez y su esforzada labor de
supervivencia, contando generaciones, siglos, respiraciones desde el período
Ordovícico cuando aún sus campos no soñaban con vacas ni con milanos, cuando
aún el oxígeno escaseaba en la atmósfera.
Abrazados al
vértice geodésico, los montañeros, contemplan las huellas del tiempo.
Han quedado
atrás la peña de Las Plumas, el prado Majallana, los amplios llanos del Campo
Azálvaro donde se remansa el agua del Voltoya en el embalse de Serones. La
marcha de los montañeros inicia ahora su regreso pico a pico por la cresta de
la sierra; a la derecha Guadarrama recuerda a cada paso que estamos pisando una
de sus estribaciones, sierra exenta pero Guadarrama al fin y al cabo, más lejos
Ayllón llamando a la sierra de la Puebla y al lejano Moncayo; a la izquierda
Gredos perfectamente dibujada con sus cúpulas de nieve. El aire amaina cuando
estamos más bajos, canta musical melodía en los picos, mientras caminamos
agradecemos al sol su lumbre cálida y a la hermosura de esta tierra el regalo
de la jornada.
Estamos
delante de la subestación eléctrica.
Pasamos por la
subestación eléctrica de donde arrancan dos líneas de luz que se pierden en
lontananza. Suenan las aspas monotonías de invierno y su sonido es aldabonazo
en el corazón que sueña y canta. Entre sones y sueños hemos llegado al collado
anterior al cerro Coloco, se han terminado los molinos con su monocorde mágico
sonido de bisagra misteriosa, de engranaje recién engrasado, de recurrente
pensamiento atascado en el instante; una pista arranca su descenso hacia el
pueblo que saluda a los montañeros unos cuantos metros más abajo.
Javier Agra.
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