Entran los monjes en
hilera para el rezo de Laudes. Suena el órgano y se encienden las luces en el
instante mismo que el solista inicia la antífona que introduce la salmodia en
canto gregoriano; en el primer hemistiquio, se une el coro que, con ser tantas
voces, ni sube el tono ni se distorsiona la melodía. El cielo suena uniforme y
sereno en la tierra entre las milenarias piedras de la Abadía de Santo Domingo
de Silos. Ensayado, exacto, sublime para alabar a Dios desde la belleza.
Desfiladero de la
Yecla.
A tres kilómetros del
Monasterio se encuentra el precioso enclave del Desfiladero de la Yecla en el
arroyo del Cauce que poco después se unirá al río Mataviejas. De modo que me
puse mis zapatillas de caminar y salí por el sendero paredaño al río
Mataviejas, de este modo evito la carretera que enlaza Silos con Caleruega. Ya
me estoy familiarizando con estos preciosos paisajes de sabinas y sol, de
silencioso sosiego meditativo, de historia antigua y permanente esfuerzo.
Es sencillo encontrar
el inicio del desfiladero. Justamente antes del túnel de la carretera, baja una
escalera muy bien preparada, igual que los seiscientos metros de recorrido del
paseo entero dentro del Desfiladero de la Yecla. Moles calizas de estas peñas
de Cervera han modelado durante millones de años escondites y recovecos por
donde el sol no puede asomar. El recorrido está lleno de latidos de millones de
corazones que por aquí pasaron en diferentes siglos. Está preparado el camino
entre puentes y pasarelas para salvar las cascadas y las pequeñas pozas de
limpísimas aguas.
Interior del
Desfiladero de la Yecla
Aquí apenas vemos la
roca formando un arco arriba en el las alturas, allá se estrecha tanto que es
preciso maniobrar de lado para continuar, más allá se abre un recodo muy bien horadado
por la sabiduría del agua para poder cruzarse con los asombrados paseantes que
vienen del otro lado. El cielo tiene aquí un canal de comunicación con la
profundidad del desfiladero, así puedo ver el sol y escuchar el rápido vuelo de
algún buitre de los muchos que anidan entre estos silencios. Se abre el arroyo a
un paisaje arbolado entre las curvas de la carretera; otra escalera me vuelve a
subir hasta el firme del asfalto.
Me senté en una
peña y en monacal silencio contemplé admirado las idas y venidas de algunos
buitres.
Pienso que esta zona
alta pertenece a lo que se llaman Peñas de Cervera con su multitud de buitres y
su formidable bosque de sabinas o enebros que lo mismo viene a ser. De modo que
me invento un sendero por el que trepar hasta que la carretera está allá abajo,
me encuentro a la misma altura de los buitres; los buitres me esperan en los
huecos de las rocas calizas que les sirven para hacer niales y aún habitables palacios.
Me senté en una peña y en monacal silencio contemplé admirado sus idas y
venidas, acaso me tomaron por un viejo enebro recién brotado, tal era mi
quietud y mi silencio.
Seguramente los
buitres me tomaron por un viejo enebro recién brotado, tal era mi quietud y mi
silencio.
Me dejé guiar por mi
instinto montañero para bordear el interminable roquedo y salir a algún valle,
seguramente de noble nombre, las sabinas o enebros que lo mismo viene a ser son
aquí abundantes; seguramente será reserva de estos árboles tan poco frecuentes
ya en nuestra geografía. Sé que estoy en uno de los sabinares mejor conservados
de Europa, sé que me está contemplando algún árbol con dos mil años de vida.
Esa certeza me causa asombro. Por preciosas cimas primero y siguiendo caminos
forestales después, llegué a algún hermoso lugar entre el Desfiladero de la
Yecla y el Monasterio de Santo Domingo de Silos. No sé el nombre exacto al que
llegué, pero sí puedo asegurar que era hermoso pues todos los espacios que por aquí
se ven son admirables y fuentes de sosiego.
Salí a algún lugar
entre el Desfiladero de la Yecla y el Monasterio de Santo Domingo de Silos.
Javier Agra.
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