Hemos llegado a praderas de montaña, la amplitud de la vista se extiende a diferentes picos y colinas en una geografía graciosa y agreste, de vuelo inmenso para la multitud de aves, de pasto libre para el numeroso ganado, de velocidad y salto para los corzos entre las almohadilladas praderas, entre los sombreados piornos y enebros, paisaje de escurridizos anfibios y reptiles entre charcas, lagunas, arroyuelos remansados ahora y de veloz caída a medida que vamos subiendo plataformas camino de la cumbre del Urbión.
Aislados tejos, manzanos silvestres, abedules escasos, escurridizas hayas quieren marcar hitos para que los montañeros reconozcan el camino y refresquen su mente con esta diversidad de visión mientras a paso lento buscan el Collado mucho antes aún de llegar a la cumbre. Suena en mi corazón la sinfonía número uno de Skriabin (Moscú 1872 – 1915) en toda su armoniosa diversidad de violines, clarinetes y flautas.
Llegamos a la Laguna Larga de origen glacial.
La pradera comienza a entrelazarse con piedras de figuras desiguales por efecto de la erosión silenciosa e incansable del tiempo que inexorablemente marca arrugas en la piel humana, en la agilidad animal, en la tersura de la tierra. El sol quiere subir con los montañeros al Pico Urbión y, como si estuviera cansado de tantos siglos, decide posarse en nuestra espalda y sobre nuestros sombreros para reposar de los siglos de ruta, parece que ha aprendido de las gaviotas a sentarse en el mástil de algún barco que navega por la lentitud de la montaña.
Desde la cumbre podemos contemplar la Laguna de Urbión, allá abajo y todo “…el perfil, a la redonda, / de media España y su fanal de lumbre” que dice el soneto “Cumbres de Urbión” de Gerardo Diego con el que comencé esta serie.
Caminamos inmensos escalones, a nuestra izquierda pinos y arbolado cosido por hebras verdes de pradera, a nuestra izquierda una amplia loma de pardo brillante entre piedra y sol que, en parte, recorreremos durante el regreso. Llegamos a la Laguna Larga, una anchurosa y emotiva laguna de origen glacial en cuyo extremo nace el río Revinuesa primero un hilo de violines para caer inmediatamente entre la trompetería de la orquesta hacia el fondo del Valle de Revinuesa por Majadarrubia donde pastan numerosas vacas, vistas desde aquí con diminuto tamaño, para recorrer el hayedo de la Cabaña y la ermita de Santa Inés, antes de cruzar el pueblo de Vinuesa y entregar sus agua aplacadas al embalse de la Cuerda del Pozo.
Desde el Collado contemplamos los últimos metros hasta la cumbre.
Más arriba hacemos una parada en el Collado de Portillo Arenoso. Desde aquí vemos la cumbre, nos detenemos para admirar y para comer un energético plátano antes de iniciar la subida última entre grandes rocas, mirando hacia la altura que es nuestra meta, mirando hacia los profundos valles de extensa frondosidad por algunos hemos pasado, otros quedan más alejados. Dinámica y bailando con la naturaleza, suena la orquesta de la sinfonía de Skriabin en toda su intensidad.
Arco natural de piedra granítica.
Allá arriba se celebra una Eucaristía cada cierto tiempo, aún permanece una cruz y un pequeño altar para recordar la primera que se celebró un veintidós de agosto de mil novecientos veintiocho. En frente, abierto al profundo valle nos detenemos para contemplar y fotografiar el gran arco de piedra que se levanta como un ojo hacia el mundo infinito en medio de este laberinto de inmensas piedras.
Hemos llegado a la cumbre. “Geología yacente, sin más huellas / que una nostalgia trémula de aquellas / palmas de Dios palpando su relieve”. Primer terceto del citado soneto de Gerardo Diego.
La subida concluye con alguna que otra trepada por entre las rocas que concluye en cualquiera de las dos cimas, la más alta mide dos mil doscientos veintiocho metros; la otra, muy pocos metros menos. Pero qué es la altura cuando la montaña se mide en inmensidad, en sosiego, en sudor, en armonía con la naturaleza entera, en creación de arte, en respiración profundamente unida al palpitar del ritmo de todo el universo…
Javier Agra.
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