domingo, 28 de enero de 2024

PEÑALACABRA

 


  • Jose, ¿Cómo se llama esa curiosa montaña para la que salimos desde un encantador pueblo de la carretera de Burgos que está al lado del río Lozoya y que después llegamos a donde unas grandes antenas para seguir hasta un puerto del que no recuerdo el nombre? 

  • El pueblo del que hablas es Buitrago de Lozoya; recién pasado el kilómetro 76 de la Autovía I hacia Burgos, nos desviamos por la carretera M-137 hasta las Gandullas que es donde están las antenas de Telefónica y llegaremos a Prádena del Rincón para seguir por la carretera M-130 hasta lo más alto del Puerto de la Puebla. La montaña se llama Peñalacabra.

  • Ah!

  • Te voy a llevar para que lo recuerdes.


Y así transcurren las más de las veces mis conversaciones sobre montañas, con Jose que no necesita mapas ni planos pues tiene todas las montañas localizadas en ocho mil kilómetros a la redonda. Todas las montañas con sus alturas y sus características…


Llegamos pues, al cuidado aparcamiento del Puerto de la Puebla. Aquí me doy cuenta de que me quedé muy limitado con el adjetivo de “curiosa montaña” pues el entorno es magnífico con toda la solemnidad y magnanimidad de la palabra. El Valle, amplio, extenso, dilatado, profundo…, resuena de pájaros y colores como el muy conocido allegretto del segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven.


Desde la cima de Peñalacabra estamos viendo el Ocejón al fondo, en la Sierra de Ayllón; el Tornera más cerca, en primer plano el valle y el pueblo de La Puebla debajo a la derecha.


Comenzamos nuestro caminar por lo alto de la loma, cuando el sol manda sus primeros rayos que juegan entre nuestras pisadas y los pinos de la ladera. Pronto pasamos bajo una línea eléctrica y nos adentramos en un canchal de piedra cuarcita. A las cuerdas del segundo movimiento de Beethoven ya se le han unido todos los instrumentos de la orquesta que suena brillante entre el sol, los pájaros y la cuarcita.


Los pinares están brillantes de luz, limpios de nidos de orugas que otros pinares tienen estos días una plaga inicial. Los pinares se pueblan del trino del Carbonero garrapinos, la hierba apunta a una primavera demasiado adelantada, hemos dejado atrás el canchal y pisamos una alfombra de suavidad, un breve pelo de hierba que se acomoda a la pisada quieta de los montañeros en un beso sin tiempo entre la montaña y los caminantes, un mismo latido paso a paso enredados en nuestra vida para siempre. Llegamos al Cerro Portezuela con sus rocas peinadas en cresta de ola con los ojos levantados hacia el cielo, cruzamos su ancha brecha y entramos en una pradera amplia con sendero bien marcado.


Delante del Cerro de La Portezuela. A la derecha al fondo, con muy pocos puntos de nieve, Peñalara y El Nevero.


Vamos dejando atrás una estación base de comunicaciones audiovisuales, acaso una estación meteorológica, un coqueto recinto para descanso y estancia de los diversos agentes forestales que cuidan este entorno silencioso y sosegado. Los montañeros descendemos levemente entregados a la quietud del lugar, a la paz de la naturaleza, al sueño de los siglos pasados entre las rocas y las oquedades de este paseo.


Estamos en el Collado de la Tiesa entrecruzado por pistas y senderos. Los montañeros ya hemos visto hace tiempo Peñalacabra y sabemos que debemos continuar caminando por la loma en busca del espolón anterior a nuestra montaña. Aún hemos de subir una pequeña loma despoblada de vegetación, salpicada de rocas clavadas en la tierra como diminutos menires, como innumerables cocodrilos que no comen a los viajeros sino que quieren cantar para ellos una melodía sin tiempo, una melodía de recogimiento.


Así llegamos al Collado Chalega la Villa. Delante de nosotros permanece inmóvil y sereno el espolón anterior a Peñalacabra; espolón que vamos a dejar  a nuestra izquierda siguiendo un marcado sendero, de nuevo entre quebradas rocas y pequeños arbustos desprotegidos de los vientos y las nevadas de otros días más fríos, sin más protección que el suave aliento de algunas cabras que por aquí pasan la vida y de algunos montañeros que ocasionalmente visitan estos lugares.



Somosierra al fondo. Más cerca, el Alto de la Rozas y la semipelada Peña del Águila.


Lentamente alcanzamos una divisoria con vistas al valle de La Puebla. La brisa suena a flautas de un concierto de Vivaldi, un grupo de cabras escuchan su música desde lo alto de la cresta del espolón que hemos dejado atrás; una cabra disimula escondida en un vivac observando nuestra llegada al collado. Continuamos bordeando Peñalacabra en busca del sendero de subida hacia la cumbre.


Enseguida encontramos numerosos hitos que marcan la subida que requiere seguramente el mayor esfuerzo de toda la ruta, son ochenta metros de desnivel por entre piedra suelta y menuda, por entre piedra laminada de esquisto de cuarzo, por entre rocas apelmazadas que a menudo forman peldaños que hemos de vencer apoyando pies y manos, por entre urces y pequeños matorrales. Nos asomamos a la zona cimera y hacemos los últimos metros entre suavidad del suelo y diminuta piedra aposentada. 




Cima de Peñalacabra.


Llegamos al vértice geodésico con inmensas vistas en derredor. Jose me va nombrando las cumbres que yo apunto pues es el único modo de recordarlas algún día: Sierra de la Cabrera, Mondalindo, Cuerda Larga, Peñalara, El Nevero, Puerto de Somosierra, Sierra de Ayllón con el Ocejón al fondo, Porrejón, Tornera, Centenera, Embalse del Atazar, Sierra de Patones, Cerro San Pedro.


Para regresar, llegamos al Collado de la Tiesa y nos desviamos por la pista forestal que sale hacia la izquierda, Camino de Lonchares se llama, y vamos dejando a nuestra izquierda y nuestra espalda el Alto de la Rozas y la semipelada Peña del Águila, avanzamos por Peña Cuervo, siempre entre pianos. Después de un largo trecho y dos pronunciadas curvas, encontramos la carretera por la que caminamos cuesta arriba hasta llegar al aparcamiento del Puerto.


Javier Agra. 



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