¿Recuerdas,
amable lector, cuando en la infancia estudiabas las montañas más grandiosas del
mundo? Fue entonces cuando me asombré por primera vez de aquella inmensa cordillera
de “dos mil cuatrocientos kilómetros”... el maestro extendía sus brazos cuanto
podía y nos añadía imágenes de lugares inmensos. “Más grande que todos los
pueblos juntos que habéis visto”... los niños habíamos viajado ya hasta Boñar y
Cistierna, alguno ya había llegado hasta León... “Pues el Atlas es mucho más
grande” Mi mente infantil recorría imágenes de los mozos que se subían al tren
en marcha porque le faltaba aliento para subir las cuestas más allá de
Valdomino y La Mata Reguera. Yo mismo, más tarde, al volver de Bilbao, me
arriesgué a tirar la maleta y saltar del tren aprovechando algún repecho en que
el viejo tren de carbón surcaba las vías con ronquido lento. Pues el Atlas era
más valiente que todos mis sueños.
Un lugar en
el camino hacia el Refugio donde pasaremos una noche antes de subir al Tubkal “la
tierra que habla”
Aquella noche yo
soñaba con alas y recorría alturas lejanas, donde las personas conversaban en
otros idiomas. El Atlas hacía nido en mi mente... la Cordillera fue poniendo
nombres en el corazón... y sobre todos el Tubkal con más de cuatro mil cien
metros de altura. Mi primera pregunta era aún ¿cómo resistían nuestros padres
tantas horas dentro de la mina de carbón? La segunda pregunta ¿cómo sería el
Tubkal visto desde su cima? Rojizas tierras resecas, profundos valles fértiles,
alcaudón real en escondido vuelo, lavanderas de colorida y amplia cola revoloteaban
por mis sueños. ¿Por qué detrás del Atlas se extiende del desierto? Yo
imaginaba al gigante Tubkal con sus hermanos gigantes absorbiendo las nubes del
entorno, se quedaba con sus lluvias y dejaba al Sahara vacío de agua.
Más tarde, llegó
mi adolescencia, se cerraron las minas de carbón y mi primera pregunta se
transformó en dolor, fueron años de emigración, de pueblos que pasaron a ser
soñados... nacieron otras preguntas para envolver aquellos sueños del Tubkal.
Ahora ya había aprendido que el Atlas atravesaba Túnez, Argelia y Marruecos, en
un deseo soñado de sacar el Mediterráneo hasta el Océano Atlántico en un vuelo
sobre el pensamiento de los humanos. Sabía que en Marruecos están los picos más
altos, coronados por el Tubkal que, pese a su gigantesco tamaño, ocupa el puesto número quince entre las alturas del continente africano que inicia esta lista con el grandioso Kilimajaro. Aprendí que tenía nieve la mayor
parte del año, la nieve siempre me fue familiar, incluso vivía largos meses en
el corral y a las puertas de la casa de mi infancia en Acisa de las Arrimadas.
Paisaje vivo
y brutal, en las cercanías de Sidi Chamharuch.
Hoy, con sesenta
y dos años cumplidos, puedo recopilar recuerdos, recoger sueños, construir
futuro en esa amalgama que amasa el tiempo. Cruzar a Marruecos hoy es el vuelo
de un momento. Llegar a la cumbre del Jebel Tubkal puede superar el umbral del
sueño para hacerse real. Ahora, sentado entre los recuerdos y la mochila,
cierro los ojos y contemplo la rudeza del período mesozoico de hace sesenta y
cinco millones de años cuando los sueños se soñaban aún a ellos mismos entre
ronquidos constructores de la tierra que yo estoy ahora contemplando desde el
avión camino de Marrakech. Con sesenta y dos años cumplidos he llegado al
cercano Marruecos para adentrarme unos días en el Parque Natural del Tubkal e
intentar llegar a su cumbre, desde el respeto, el silencio, el esfuerzo. En bereber
Tubkal viene a significar algo así como “la tierra que habla” “aquel que cree
en la tierra” ¡qué grande es el silencio de aquella tierra y sus gentes! ¡qué
profundidad en la mirada de las cumbres y las gentes que habitan sus laderas!
Javier Agra.
Javier Agra.
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