Camino del Puerto de
Navacerrada, partiendo desde Madrid, apenas superado el desvío hacia la
Barranca existe una pequeña explanada ideal para aparcar media docena de
coches. Comienza en ese punto, una preciosa marcha que nosotros hicimos de modo
circular.
Se incendiaba la
tierra con iluminadísimos tonos del sol de la aurora; madrugaba la arboleda
entre peines de oro y lejana palidez de piedra.
Apenas superamos, sin
ninguna dificultad, la verja que adentra a los montañeros en plena naturaleza;
cuando aún se escucha en el cogote el freno de los coches en la curva que
continúa asfalto adelante, los montañeros ya tienen el brillo de la naturaleza
brotando en sus pupilas; comienzan las horas sin tiempo, los minutos son
costura entre el presente y un tiempo remoto asentado en el presente para
saltar hacia el futuro en cada instante y con cada paso de los asombrados
montañeros.
El asombro es constante
en la montaña. Si mil veces fuera paseada la misma senda, mil veces asombraría
con diferente intensidad. El suelo ocre de la tierra humedecida por la escarcha
acoge la huella firme de los montañeros en su camino hacia los pinos que juegan
al escondite con los rayos de un sol que a esta hora comienza a calentar; el agua
gotea entre las hojas con sonido de invisibles campanillas; el agua es ahora
vapor que asciende en espirales juguetonas entre las sonrisas cómplices de los
montañeros.
Ascendiendo por
la senda del Arroyo del Chiquillo, las vistas se extienden hacia las llanuras
del embalse de Navacerrada.
Entre los pinos, la
subida se hace empinada, ardua y trabajosa durante unos cuantos metros. Piensan
los montañeros que así es en la montaña como en la vida un animoso caminar
constante entre el esfuerzo y la calma, entre la lucha y el sosiego. A veces
pierden el sendero entre las retamas, entre las piedras informes, entre las
retorcidas rebollas; entonces miran a lo alto y encuentran un estímulo, una
meta, un lugar al que llegar.
Los montañeros
encuentran de nuevo el sendero, las marcas en la piedra y en los árboles que
les señalan el camino y dejan por un instante sus dudas porque han encontrado
las señales de otros montañeros que antes que ellos también buscaron senderos
por los que superar las adversidades del pedregoso caminar. Llegan los
montañeros a un valle sosegado y fértil, diminuto y escondido donde muy bien
podrían plantar una cabaña e iniciar una ermitaña existencia. Pero se hacen una
fotografía y continúan montaña arriba, saben que han de vivir su ascética vida
en el tráfago de la bulliciosa ciudad.
Bucólico valle
de novela pastoril con La Maliciosa al fondo.
Jose, que tiene
sabiduría de montaña y sabiduría en el contexto general de la vida, indica que
desde la Senda Ortiz a la que ahora llegamos debe salir una senda que corta la
montaña hasta el Mirador de las Canchas. De inmediato lo encontramos muy bien dibujado
aunque con las marcas blancas y verdes borrosas las más de las veces cuando no
ausentes. El espacio se expande hacia la cumbre, la vista de los montañeros
nombra otras montañas más lejanas visitadas en diferentes ocasiones. Entre el
sosiego y la conversación nos acercamos al Mirador de las Canchas.
Tenemos aún muchas
horas de sol y suficientes fuerzas para continuar montaña arriba los pocos más
de cien metros que nos separan de la cumbre de la Peña Pintada, de modo que
subimos a veces por sendero a veces por donde en épocas de lluvia el agua forma
torrenteras.
Desde la cima de
la Peña Pintada la vista no tiene ningún obstáculo en los trescientos sesenta
grados de la redondez de nuestro círculo. Subido en lo más alto miro hacia La
Serrota y Gredos mientras Jose fotografía la panorámica nevada de La Maliciosa
y la Bola del Mundo.
Regresamos, cerrando un
círculo, por el llano donde antaño hubo un hospital; regresamos buscando algún
sendero no encontrado, algún sendero perdido en la soledad del tiempo infinito;
regresamos montaña abajo entre pinos y arbustos de diferentes especies que nos
reclaman un minuto de atención y de sonrisa. De pronto el sonido profundo del
Arroyo del Chiquillo reclama nuestra atención; alcanzamos la misma senda por la
que habíamos iniciado el ascenso para cerrar nuestro paseo circular por el
Arroyo del Chiquillo.
Antes de
rubricar este relato coloco la fotografía con Jose y Ángel en la cima de la
Peña Pintada; su imagen aún no ha salido en esta narración.
Javier Agra
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