Los aullidos de los
humanos alcanzan una ferocidad tan intensa que el corazón late asustado con una
aceleración de sístole y diástole difícil de controlar, las pupilas
distorsionan el entorno en el que caminamos a diario, hasta el estómago parece
dar exacerbados saltos enturbiando las entrañas.
En esos momentos de
terror imperante e inconsciente, el montañero madruga más que el sol y busca la
dulce serenidad de la naturaleza que respira armoniosa quietud, el cántico
sinfónico de los arroyos que expanden su sosiego por las laderas de lentísimo
aliento, la luminosidad multicolor de las brillantes piedras, de los plumajes
rítmicos de las aves, de la mirada cómplice de las variadas especies de
animales que juegan o buscan entre la sinuosa vegetación o los danzarines
roquedales.
El montañero se adentra
en los montes brillantes de desnudos robles y alfombrados en prístinos colores
matinales. Sin ser dendrólogo, el montañero conoce unos cuantos nombres y sabe
si habla con un árbol o con una enredadera y así camina monte arriba buscando
la pradera del Descanso del Rey donde hace unos días dejó aquellos viejos
robles en inconclusa conversación.
Doscientos años tarda
un roble en hacerse adulto, todo ese tiempo lo emplea en pensamientos serenos y
en acoplar su raíz a la tierra, todos esos años contempla el transcurso de las
estaciones desde la armonía fluida de su savia arbórea. Después puede vivir
varios cientos de años más mientras añade grosor a su tronco de modo casi
imperceptible y ocupado en reproducirse con la ayuda del viento, de los
animales… desde la paciencia de entender que solamente una de cada diez mil bellotas
germinará en otro roble nuevo.
El roble me cuenta que
ya era entrañable hace miles de años. Los griegos emparentaban la sabiduría de
los druidas con la fortaleza del roble. Los celtas dedicaban el séptimo de los
trece meses en que dividían el año, al roble; en su mitad celebraban unas
fiestas de siete días para honrar su fortaleza y sabiduría y así dividían el
año en dos mitades. En el roble se encontraba almacenada la sabiduría divina, los
druidas usaban su mediación para unir la fuerza de la divinidad al esfuerzo de
los humanos. Los latinos tenían la misma palabra para referirse al roble y a la
fortaleza, así “robur” era fuerza física y también entereza moral.
Estos robles, desde el
sosiego de su retiro, han sabido de violentas batallas, de asesinatos, de
latrocinios y vilezas; estos mismos robles esperan el día en que el león y el
caballo pasten juntos, en que el lobo y el cordero beban al unísono del mismo
arroyo, en que el niño humano y la serpiente jueguen juntos en la misma
pradera. Estos robles acarician el corazón de los humanos y lo llenan de
fortaleza y sosiego.
Javier Agra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario