Esta mañana me levanté “botánico” y me dirigí, como tantas mañanas, al Monte del Pardo, recordando aquellos conceptos que estudiaba en la escuela cuando era niño de angiospermas y gimnospermas que ahora tengo que revisar, y ya cuando hablamos de briofitas (que al final son musgos) y esos nombres entre griegos y latinos me tengo que recluir en la biblioteca y volver a ojear aquellos antiguos libros de cuando mi edad era más joven.
A la diversidad de aves que vuelan felices, silenciosas unas veces, canoras las más y aún chillonas en demasía en otros momentos, no consigo hacerles fotografía pues su paso es siempre más veloz que la lentitud con que manejo la cámara; lo mismo sucede con los numerosos animales que corretean veloces entre las encinas y las jaras para ocultarse a mi paso.
De este modo, aquí estoy conversando con la avena fatua, que es de grano más pequeño que aquella avena sativa que cultivábamos en mi infancia como en multitud de pueblos de nuestra geografía agrícola. Recuerdo que en Acisa de las Arrimadas, trillábamos primero el trigo y después la avena y también la cebada, antes de terminar con los garbanzos como última trilla de final de agosto. En los pueblos donde yo comencé a nacer parece que somos muy romanos, pues aquellos consideraban a la avena alimento bárbaro y solamente se la daban a los animales.
Más tarde me enteré de que es muy apreciada en la dieta de los deportistas; también tiene usos cosméticos como exfoliante, para fabricar jabón... Existen antiguas leyendas según las cuales, la bebida de avena ayuda a descubrir la vocación para la que estamos llamados cada persona y además potencia las habilidades que cada uno poseemos.
En estas consideraciones estaba cuando me topé con la abundante cebadilla reverdecida al borde del camino, más allá en escondidos círculos el trébol desde su verdor parece que llama a los paseantes y nos invita a encontrar el misterio de sus tres foliolos y nos reta a encontrar uno de cuatro... y me vienen a la memoria aquellos días infantiles cuando pasábamos horas correteando por las Matas buscando el trébol de cuatro hojas mientras saltábamos sobrepasando los calzapetes (que resulta ser el senecio).
Al Senecio yo siempre lo llamaré Calzapete; debe su nombre al latín “anciano” por la vellosidad de sus cabezas que recuerdan la barba y el cabello amarillento y aún blanquecino de los ancianos. En las Matas, aquellos años infantiles, pasamos muchas horas cuando no teníamos que acudir a las tareas en las que participábamos los niños, además de ir a la escuela. No teníamos otros juguetes sino los que la naturaleza nos entregaba con profusión.
De mis abstraídos pensamientos me vuelve al Monte del Pardo la Férula Común con su florescencia en ramillete amarillo, donde un grupo de abejas en breves vuelos recogen néctar para algún panal que desconozco donde tienen escondido. También llamada cañaheja o hinojo de burro, es la mismísima planta en la que Prometeo ocultó el fuego en su veloz carrera para entregarlo a los humanos después de robárselo a los dioses. También parece que era utilizado por los griegos y latinos para castigar a los “malos” con su caña a modo de fusta. El nombre griego “férula” corresponde al castellano “palmeta”.
Javier Agra
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