domingo, 23 de agosto de 2009

PEÑA COLLARADA (I)

¡Ya hemos llegado! ¿Dónde está la fatiga? En la cumbre nos acompaña la esperanza. ¡Que guapo se ve, al fondo, el Midí d'Ossau!



Más allá de la piedra suelta y sus soledades, brilla el Collarada. ¡Mira a la cumbre y camina!


Vista del Collarada desde Villanúa. ¡Inmenso Collarada, tu abrazo nos unirá a toda la tierra!

El viaje al Pirineo dos mil nueve comienza con el sol cálido entre breves suspiros del aíre. Estamos en las tierras de Aragón respirando el Collarada. Mañana, cuando la luna prepare el equipaje para irse, nosotros cargaremos la mochila para comenzar el ascenso al Collarada.
Hemos sacado con antelación el permiso del Ayuntamiento de Villanúa, para transitar por la pista del Collarada. Hasta las ocho no nos permiten entrar, por eso hemos previsto desayunar ante la barrera, para arrancar, pista adelante, cuando sea la hora: el colacao reciente y la fruta cálida nos dan entusiasmo en el inicio. La pista tiene el suelo complicado para el coche. Lentamente llegados al refugio de la Espata, en los llanos de Güeys. Mientras nos calzamos las botas nos asombramos de la hermosura que nos rodea - el Pirineo es asombro y sudor, belleza y montaña -.
A pie continuamos por la pista, los pinos caminan a nuestro lado - ahora un poco más despacio que cuando viajábamos con el coche - y nos van contando las novedades de la noche. Un corzo pasó corriendo; en este prado las vacas se mostraron más inquietas, acaso por el constante trasiego de las águilas que esta noche se dieron un festín especial con no se qué animal muerto; el rocío hizo estornudar a una marmota y todas explosionaron en carcajadas; el resto fue silencio, noche tranquila y pausada, hasta que entrásteis los humanos. Seguramente por eso, para no romper el misterio de los pinos y la noche en el Pirineo, Jose y yo caminamos en silencio hasta el refugio y fuente de la Trapa.
En este punto comienza la subida. El camino es claro, prado arriba, hasta que nos mete en una senda de medio trepe donde es mejor fijarse en las señales blancas y amarillas, que enseguida nos sacan del canal por su derecha. Es mejor fijarse en las señales, en la montaña y en la vida; mirar el conjunto y observar, paso paso en la distancia; yo, que caminaba sin otro rumbo que la cima, seguí el corte tubo arriba y salí por cualquier parte entre arañazos y peligros. Es mejor fijarse en las señales, por eso Jose llegó por el camino sensato - y con él los tres franceses con quienes coincidiríamos en otros momentos de la subida - hasta que nos reencontramos pasados los farallones de piedra, en medio de otro plácido paseo de prados - cerca ya del maltrecho refugio del Trapal - hasta el Llano de la Fuente, con la charca seca de Los Campanales.
¡Qué grandiosa amplitud tiene la montaña del Collarada! Pasados los anteriores farallones se ve su cumbre, lejana y solemne; inmensa y potente; a nuestro alrededor todo es montaña y prado verde, todo pertenece a la cumbre lejana del Collarada. Nuestro esfuerzo y nuestro paso lo agigantan. Ahora, sentados sobre un roca en el Llano de la Fuente, dudamos si fueron las horas que llevamos caminando o acaso sea que la cumbre ha bajado, poco a poco, hasta nosotros.
A esta altura, somos varios los grupos de visitantes. Unos entran en el pedregal por la derecha, otros por la izquierda. Es el momento de la verdad. Lumbre en el cielo y piedra bajo nuestro caminar. Ahora es momento de apagar los relojes, el caminar será más lento y es mejor no medir el tiempo en segundos: ahora el tiempo lo marca la lentitud de la constancia, cada paso y cada respiración es un brillo de esperanza. Camino... me siento... avanzo... respiro... sigo y miro al cielo... sudor y pasos... La sima allá abajo, más arriba las hermosas cumbres de los Campanales... si en Italia están felices de sus campaniles, nosotros tenemos la música asombrada de los Campanales... que nos empuja... otro paso...
Terminamos el pedregal. Tocan los últimos ochenta metros de chimenea y trepe. Mezcla de piedra y uñas nos permiten llegar a la cumbre: dos mil ochocientos ochenta y tres metros de altitud son una atalaya de visión inmensa, el horizonte se agranda, hasta las montañas del Pirineo son traslúcidas y vemos más allá, sobre otras cimas; palpitaciones de muchos corazones sobre las cumbres lejanas llenan el futuro de risas y triunfo. Paso a paso hemos alcanzado un desnivel de mil doscientos metros, todos pertenecen a la tierra y al esfuerzo.
Cuando volvemos al coche han pasado doce horas en los relojes de la tierra. Pero ha pasado una vida y sus ilusiones en nuestros corazones.
Javier Agra.

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