domingo, 28 de enero de 2024

PEÑALACABRA

 


  • Jose, ¿Cómo se llama esa curiosa montaña para la que salimos desde un encantador pueblo de la carretera de Burgos que está al lado del río Lozoya y que después llegamos a donde unas grandes antenas para seguir hasta un puerto del que no recuerdo el nombre? 

  • El pueblo del que hablas es Buitrago de Lozoya; recién pasado el kilómetro 76 de la Autovía I hacia Burgos, nos desviamos por la carretera M-137 hasta las Gandullas que es donde están las antenas de Telefónica y llegaremos a Prádena del Rincón para seguir por la carretera M-130 hasta lo más alto del Puerto de la Puebla. La montaña se llama Peñalacabra.

  • Ah!

  • Te voy a llevar para que lo recuerdes.


Y así transcurren las más de las veces mis conversaciones sobre montañas, con Jose que no necesita mapas ni planos pues tiene todas las montañas localizadas en ocho mil kilómetros a la redonda. Todas las montañas con sus alturas y sus características…


Llegamos pues, al cuidado aparcamiento del Puerto de la Puebla. Aquí me doy cuenta de que me quedé muy limitado con el adjetivo de “curiosa montaña” pues el entorno es magnífico con toda la solemnidad y magnanimidad de la palabra. El Valle, amplio, extenso, dilatado, profundo…, resuena de pájaros y colores como el muy conocido allegretto del segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven.


Desde la cima de Peñalacabra estamos viendo el Ocejón al fondo, en la Sierra de Ayllón; el Tornera más cerca, en primer plano el valle y el pueblo de La Puebla debajo a la derecha.


Comenzamos nuestro caminar por lo alto de la loma, cuando el sol manda sus primeros rayos que juegan entre nuestras pisadas y los pinos de la ladera. Pronto pasamos bajo una línea eléctrica y nos adentramos en un canchal de piedra cuarcita. A las cuerdas del segundo movimiento de Beethoven ya se le han unido todos los instrumentos de la orquesta que suena brillante entre el sol, los pájaros y la cuarcita.


Los pinares están brillantes de luz, limpios de nidos de orugas que otros pinares tienen estos días una plaga inicial. Los pinares se pueblan del trino del Carbonero garrapinos, la hierba apunta a una primavera demasiado adelantada, hemos dejado atrás el canchal y pisamos una alfombra de suavidad, un breve pelo de hierba que se acomoda a la pisada quieta de los montañeros en un beso sin tiempo entre la montaña y los caminantes, un mismo latido paso a paso enredados en nuestra vida para siempre. Llegamos al Cerro Portezuela con sus rocas peinadas en cresta de ola con los ojos levantados hacia el cielo, cruzamos su ancha brecha y entramos en una pradera amplia con sendero bien marcado.


Delante del Cerro de La Portezuela. A la derecha al fondo, con muy pocos puntos de nieve, Peñalara y El Nevero.


Vamos dejando atrás una estación base de comunicaciones audiovisuales, acaso una estación meteorológica, un coqueto recinto para descanso y estancia de los diversos agentes forestales que cuidan este entorno silencioso y sosegado. Los montañeros descendemos levemente entregados a la quietud del lugar, a la paz de la naturaleza, al sueño de los siglos pasados entre las rocas y las oquedades de este paseo.


Estamos en el Collado de la Tiesa entrecruzado por pistas y senderos. Los montañeros ya hemos visto hace tiempo Peñalacabra y sabemos que debemos continuar caminando por la loma en busca del espolón anterior a nuestra montaña. Aún hemos de subir una pequeña loma despoblada de vegetación, salpicada de rocas clavadas en la tierra como diminutos menires, como innumerables cocodrilos que no comen a los viajeros sino que quieren cantar para ellos una melodía sin tiempo, una melodía de recogimiento.


Así llegamos al Collado Chalega la Villa. Delante de nosotros permanece inmóvil y sereno el espolón anterior a Peñalacabra; espolón que vamos a dejar  a nuestra izquierda siguiendo un marcado sendero, de nuevo entre quebradas rocas y pequeños arbustos desprotegidos de los vientos y las nevadas de otros días más fríos, sin más protección que el suave aliento de algunas cabras que por aquí pasan la vida y de algunos montañeros que ocasionalmente visitan estos lugares.



Somosierra al fondo. Más cerca, el Alto de la Rozas y la semipelada Peña del Águila.


Lentamente alcanzamos una divisoria con vistas al valle de La Puebla. La brisa suena a flautas de un concierto de Vivaldi, un grupo de cabras escuchan su música desde lo alto de la cresta del espolón que hemos dejado atrás; una cabra disimula escondida en un vivac observando nuestra llegada al collado. Continuamos bordeando Peñalacabra en busca del sendero de subida hacia la cumbre.


Enseguida encontramos numerosos hitos que marcan la subida que requiere seguramente el mayor esfuerzo de toda la ruta, son ochenta metros de desnivel por entre piedra suelta y menuda, por entre piedra laminada de esquisto de cuarzo, por entre rocas apelmazadas que a menudo forman peldaños que hemos de vencer apoyando pies y manos, por entre urces y pequeños matorrales. Nos asomamos a la zona cimera y hacemos los últimos metros entre suavidad del suelo y diminuta piedra aposentada. 




Cima de Peñalacabra.


Llegamos al vértice geodésico con inmensas vistas en derredor. Jose me va nombrando las cumbres que yo apunto pues es el único modo de recordarlas algún día: Sierra de la Cabrera, Mondalindo, Cuerda Larga, Peñalara, El Nevero, Puerto de Somosierra, Sierra de Ayllón con el Ocejón al fondo, Porrejón, Tornera, Centenera, Embalse del Atazar, Sierra de Patones, Cerro San Pedro.


Para regresar, llegamos al Collado de la Tiesa y nos desviamos por la pista forestal que sale hacia la izquierda, Camino de Lonchares se llama, y vamos dejando a nuestra izquierda y nuestra espalda el Alto de la Rozas y la semipelada Peña del Águila, avanzamos por Peña Cuervo, siempre entre pianos. Después de un largo trecho y dos pronunciadas curvas, encontramos la carretera por la que caminamos cuesta arriba hasta llegar al aparcamiento del Puerto.


Javier Agra. 



jueves, 25 de enero de 2024

CRUZ DEL MIERLO



Clarea sobre las impactantes rocas de la Pedriza de Madrid. Multitud de senderos ofrecen la posibilidad de una jornada de sosiego y disfrute. El silencio y la armonía de la naturaleza, en forma de pájaros que cantan escondidos o planean silenciosos sobre las cabezas de los montañeros, en forma de arroyos formados por la música de las lluvias y el deshielo, las liras suaves de las hojas de los árboles frotadas por el aire apenas perceptible, sólo ellos y la paz de las pisadas del montañero acompañarán este día de marcha.



Este es el inicio del recorrido por la Cuerda de los Porrones en el Collado de Quebrantaherraduras.


Rincones y rocas innumerables esperan la llegada del montañero para acariciar su cuerpo y liberar su espíritu. Dejamos el coche en el pequeño aparcamiento del Collado de Quebrantaherraduras donde escasamente caben una veintena de vehículos. El inicio del pequeño recorrido PR-M 16 se inicia con una escalera de piedras allí situada para facilitar la entrada de quienes quieran caminar más o menos distancia. Es la Cuerda de los Porrones que puede llevarnos hasta La Maliciosa. 


Clarea la mañana con la Pedriza al fondo. Los montañeros nos detenemos en este recodo del camino para admirar y contemplar.


Muy pronto nos adentramos en un cómodo sendero entre la tierra y las piedras, muy bien marcado con las señales blancas y amarillas del pequeño recorrido. Enseguida haremos la primera parada panorámica hacia la Pedriza, Las Torres, el Comedor Termes, La Esfinge, el Cerro de los Hoyos, el Collado de la U, el Collado de la Ventana, el Yelmo… se cierran al fondo frente a nosotros en una ofrenda de belleza más profunda que las palabras. 


Más allá entre peñascos y encinas, entre jaras y recovecos de piedra, llegamos a un salón con mesas y asientos de granito, así es la mayor parte de la roca de la Pedriza, donde encuentran asiento y final de recorrido numerosos grupos de amigos o familias que desean pasar una jornada en la naturaleza. Continuamos hasta llegar al Collado del Terrizo por donde dicen que antaño se encontró en Marqués de Santillana (1398 - 1458) con la serrana que eternizó en sus versos: “Moça tan fermosa / non vi en la frontera, / como una vaquera / de la Finijosa” 




Ante la Cruz de El Mierlo una oración silenciosa.


Conocidos son los cielos de la Sierra de Madrid pintados por Velázquez, también los del brillante paisajista Carlos de Haes (Bruselas 1826 - Madrid 1898) pero cuando el montañero ha visto clarear las primeras luces sobre la Pedriza descubre el brillo del baile escondido entre las rocas, las hadas y los elfos del amanecer corriendo entre las quebradas y los callejones en busca de retamas y piornos, la serenidad misma posándose en las más altas cumbres. Absortos en estos pensamientos nos topamos en un recodo con la Fuente del Berzosillo manando bajo una enorme roca, útil acaso como bebedero de animales y aves.


Continuamos la marcha hasta encontrarnos con una fuente seca, sin agua. Disertando si será algo parecido el origen del antiguo apellido “Fonseca” mientras llegamos hasta el Arroyo de Las Casiruelas donde nos percatamos que hemos dejado más atrás el sendero que parte hacia la pista para subir hacia la Cruz de Mierlo; tendríamos que haber abandonado esta senda por la que caminamos, a la altura de mil doscientos metros. 


En la montaña y en la vida, las decisiones son con frecuencia limitadoras, un camino cierra otras posibilidades. Los montañeros decidimos subir la ribera del arroyo de Las Casiruelas, sin ninguna dificultad pues la vegetación permite visualizar los siguientes pasos. De este modo llegamos a la pista que hemos de cruzar, con tan buen tino que salimos en frente del nacimiento de la senda que nos llevará hasta la Cruz del Mierlo, nuestro principal objetivo de esta jornada.




Las vistas hacia La Pedriza y la Cuerda Larga son serena libertad, sosiego de eternidad.


Entre altos pinos, reducidos grupos de tomillos, escondidas lepiotas secas en su aposento de tierra, hacemos el desnivel más pronunciado del día. Llegamos a una antigua alambrada en desuso y continuamos paralelos a la misma en busca del otero donde encontraremos la Cruz del Mierlo. Las vistas hacia la Pedriza y hacia la Cuerda Larga llenan de asombro y sosiego el corazón, la mente, el alma, la sangre toda del montañero.  


Se termina la valla y entramos en el otero antedicho, poblado de cantueso y tomillo, de matas de hierbas de diversos nombres, de sol y de luz. Hacia nuestra derecha unas pobladas rocas forman una muralla a cuyo abrigo reposa el Mierlo bajo una cruz en el suelo compuesta por piedras que semejan su cabeza, su cuerpo, sus miembros. Cerca permanece, escondido entre maleza y misterio, un doble vivac construido hace mucho tiempo.




La Cruz de El Mierlo reposa al abrigo de un grupo de rocas, muy cercana a un doble vivac y una placa visible desde la distancia que puede servir como orientación definitiva si surgen dudas de su emplazamiento.


Era El Mierlo, un pastor que recogió a una doncella perdida por aquellos parajes, después de haber sido raptada por unos bandoleros para pedir un rescate. Parece que los “facinerosos” tuvieron una muerte violenta peleando entre ellos, allá en el Cancho de Los Muertos. Entregó a la muchacha a sus padres, adinerados afincados en Madrid, y le propusieron trabajo y casa para vivir cerca de ellos; El Mierlo prefirió regresar con su ganado a la Sierra, donde años más tarde apareció asesinado. La Cruz que hoy visitamos es un recuerdo y un monumento a este sencillo y noble personaje de corazón inmenso, sembrado como estaba de naturaleza y eternidad.



En la Fuente de Las Casiruelas hacemos otra parada para dar cuenta de las viandas de esta jornada.


Continúa el sendero buscando Peña Blanca, El Cancho de Las Porras, Cancho Porrón, Maliciosa Chica, Maliciosa… pero esta jornada bajamos hacia La Fuente de Las Casiruelas para regresar, cerrando un círculo, hasta encontrarnos con el Arroyo de las Casiruelas y retornar por el mismo sendero del que habíamos partiendo en el Collado de Quebrantaherraduras.


Javier Agra.









miércoles, 17 de enero de 2024

NIEBLA EN LA CIUDAD

 


Esta mañana era un lánguido terciopelo la ciudad.

Mis pasos se encaminan otra vez al Monte del Pardo y todo está borrado, el parque de otras madrugadas y el asfalto, los bancos y la hierba diminuta, parece que todo el mundo necesita un nuevo comienzo cuando paseo entre las encinas. Hoy han desaparecido las huellas de los jabalíes, hoy los conejos han dejado sus carreras.



Camino del Monte del Pardo han desaparecido edificios y personas. La niebla se ha tragado el día.


Seguramente le parecí una aparición fantasmal salida de entre la espesura de niebla a la mujer que paseaba su perro arrebujada entre la bufanda y la capucha del anorak; seguramente su corazón daría un vuelco cuando salí de improviso del vacío de la tierra, igual que mi corazón despertó casi con un respingo de sorpresa cuando vi salir su figura entre opaca luminosidad.


El Pardo se ha disfrazado de fantasmas esta mañana. Donde otros días el sol jugaba risueño entre las encinas, esta madrugada estaba el monte cubierto por una cortina de invisible futuro. Habían desaparecido las cumbres lejanas de la Cuerda Larga por más que mi espíritu las llamaba con gemidos de necesidad fraterna, los ribazos de verdor habían ocultado su presencia.



En el Monte del Pardo conviven las encinas y los fantasmas.


La ciudad se ha extinguido entre la niebla, es un pececillo tragado por el inmenso cetáceo que es la atmósfera de niebla, es una gaviota sin rumbo en el vacío del tiempo, es un corazón ausente sin diástole vital, sin comunicación con sus arterias y su respiración, es un desmayo impotente en este caminar de la humanidad tragada por la publicidad y los engaños.


Tristeza y ausencia…

Vacío y soledad…

Pisadas sin destino…


Pero continúo caminando, sé que tu voz pronunciará mi nombre, sé que llegará la luz y la palabra, sé que llegará el rumor de la amistad y el abrazo, sé que llegará el tiempo de la libertad y de la paz…


Javier Agra. 


lunes, 15 de enero de 2024

EL CÁLIZ



 

Estamos llegando al Cáliz.


Entre pinos y jaras estamos llegando al Cáliz. Raíces y vida escondida bullen en cada susurro del suelo, en cada respiración y cada silencio, en el viento que acaricia los rostros humanos, las ramas vegetales, las plumas suaves de las aves; acebos de oculta presencia, espinos mostajos de pequeño fruto en racimo, romeros y cantuesos en ramilletes de agradable olor y visión de felicidad… 


El camino más frecuentado para subir hasta esta curiosa formación de piedra caballera conocida como El Cáliz, es siguiendo el PR-M1. No obstante son muchos los senderos y todos mágicos que se pueden recorrer para llegar a un mismo destino.




Cruzamos el río Manzanares sobre el tercer puente desde los aparcamientos de Canto Cochino, en algún mapa lo llaman Cola de Caballo.


Esta mañana los montañeros dejamos el coche en el tercer aparcamiento de la Pedriza y comenzamos nuestro caminar por la pista que sube hacia las zetas, paralela al río Manzanares. Al llegar al tercer puente, en los mapas lo nombra como Cola de Caballo cruzamos hacia el interior del bosque de pinos en busca del Arroyo del Risco, sin agua estos días pese a las jornadas de invierno.


Las praderas, entre pinos y helechos, son un lugar de solaz e idilio. Parece que también piensan lo mismo los jabalíes según se colige de las numerosas señales que dejan por aquí durante la noche de la que nos estamos despojando en este paseo matinal, lo mismo parecen entender las diminutas aves de suave canto que a estas primeras horas de la aurora revolotean sin ningún temor a los pocos humanos que por aquí transitamos.


En suave y permanente ascensión llegamos al PR-M1 donde saludamos a otros montañeros que van de ruta o buscan alguna roca de las muchas que por aquí abundan para la escalada. A la altura  de mil ciento sesenta metros, frente a una frondosa encina, de las pocas que aquí crecen entre la abundancia de jara y pinos, y frente a un apacible mirador de fornida roca, comienza una senda poco perceptible pero muy eficaz, pues nos llevará por la zona de loma hasta la altura del Cáliz.




Por el sendero nos encontramos con este Platillo Volante disfrazado de piedra caballera. Allá arriba ya aparece el Cáliz.


Pronto se va aclarando el sendero, siempre estrecho pero muy visible entre pinos y jaras. Delante de nosotros aparece un platillo volante camuflado en una piedra caballera; los montañeros guardamos el secreto de esta visión cierre y no desvelamos su presencia a ninguna otra persona, entre otras cosas porque aquí estamos solos desde hace un buen rato; solos con los extraterrestres camuflados en lagartijas y en cabras monteses para disimular su presencia.




Estamos cerca del Cáliz. Desde aquí contemplamos La Cuerda Larga… 


Ya más arriba, la vista se posa en la Cuerda Larga, La Maliciosa, La Cuerda de los Porrones…mi vista salta de una a otra cumbre como si se tratara de la Fuga en Do Mayor de Haendel (Brandeburgo 1685 - Londres 1759) en conversación constante entre los diversos instrumentos de la orquesta que aquí en la Sierra de Madrid son las diferentes cimas.





Los dos montañeros en la peana del Cáliz.


Y así llegamos al Cáliz. Innumerables rocas de la Pedriza han ido ganando nombres diversos y curiosos con el paso del tiempo y el ingenio de los montañeros.  Nuestro Cáliz de la Pedriza no tiene la diamantina presencia del cáliz de Doña Urraca pero casi se le puede otorgar la misteriosa leyenda que a través de la historia rodea al Santo Grial. En torno a él, los montañeros nos sentimos en común unión con la humanidad y con la naturaleza entera. 


Desde el Cáliz existen diferentes posibilidades de regresar; además de por el mismo camino, podemos continuar por la zona Sioux, la Peña Dante hasta el Cancho de los Muertos para salir después al Collado del Cabrón y regresar por el PR-M1 hasta el aparcamiento.


Javier Agra.


domingo, 14 de enero de 2024

CASCADA DEL COVACHO

 


Indicad al coche que os lleve hasta el Restaurante Calsots en la Plaza del Picazo de Hoyo de Manzanares, continuad por Camino de Villalba pues así se llama la calle que sube por su izquierda hasta la falda del Picazo junto al depósito de agua del Canal de Isabel II, allí se aparca el coche y se comienza a caminar con un calzado apropiado.


A primera hora del día, cuando el mundo aún está despertando en siluetas, cuando los primeros pájaros entonan cantos de amanecer, cuando aún todo es turbio y profundo como una puerta hacia la inmensidad de la nada, descubre el montañero (hoy puede ser solamente paseante) que la pequeña Sierra de Hoyo de Manzanares es mucho más grande de lo que puede abarcar la persona; incluso aquí la inmensidad de la naturaleza hace reducido nuestro poderío. También aquí aprende el montañero (hoy puede ser solamente paseante) la necesidad de abrazar a la naturaleza, a cada árbol, a las piedras, al trino leve de un ave…


Se inicia la amplia pista después de un paso vallado con puerta para los peatones, al lado mismo del depósito de agua. El camino está muy claro incluso antes de clarear la mañana entre una valla metálica y un murete de piedra entre encinas y jaras, entre escorrentías y trinos. A nuestra derecha vamos dejando trochas que nos subirían hacia El Estepar, La Tortuga, La Silla del Diablo… cumbres y espacios de magia y poesía. 


El camino llano hace algunos recodos entre las encinas, nosotros preferimos continuar más derecho por el trazado que siguen las pequeñas casetas y las tuberías que ocasionalmente asoman conduciendo el agua desde el Embalse de Navacerrada. Después de tiempos de lluvias los arroyos llegan a este valle entre canciones de musgo y roca, solamente conozco el nombre del arroyo de Peñaliendre por cuya ribera bajaremos al regreso. 


El día ya ha desplegado toda su luz y me distraigo poniendo nombre a la multitud de rocas que se asoman a las cumbres de nuestra derecha: un Ogro juguetón se ha sentado a contemplar mi paso; más allá bosteza un Cocodrilo; esa otra piedra es un pequeño Elefante escalando pared arriba… suena una sinfonía de naturaleza y sosiego, de agua y de siglos y pronto se deja ver la Cascada del Covacho en el Arroyo Peña Herrera. Siempre de frente y en las bifurcaciones, el camino de la derecha entre encinas, enebros, jaras, pequeños tomillos y graciosos romeros.




Hemos llegado a la Cascada del Covacho en el Arroyo de Peña Herrera.


El Arroyo de Peña Herrera suena a concierto de violines, trompetas, timbales y clarinetes entre allegro y andante de Mendelssohn esta mañana de invierno, es una armonía de la naturaleza con la que hace tiempo me siento mimetizado. Muy cerca, a nuestra derecha, está el brevísimo sendero que llega a la Cascada del Covacho, traslúcida y brillante sobre la amplitud de la piedra por la que resbala como una sucesión de siglos en la inmensa soledad de este corazón de la Sierra de Hoyo de Manzanares. Abajo, un remanso embalsado apacigua la caída en un diminuto estanque transparente y colorido por la variedad de rocas que duermen milenios de recuerdos en la quietud del imperceptible paso del tiempo.



Cascada del Covacho


Aquí mismo arranca un sendero ladera arriba, otros más nacen en diferentes lugares buscando mesetas y cumbres más altas. Nosotros regresamos al camino, cruzamos el arroyo y continuamos unos metros hasta cruzar por entero unas láganas de piedra. Desde aquí sube una senda hacia las cumbres, éste sí lo seguimos durante un tiempo hasta que encontramos otra senda que bordea el cabezo rocoso del Cerro Lechuza que dejamos a nuestra izquierda.


Nos sobrevuelan unos buitres con planear sereno, son la quietud del silencio sobre nuestras cabezas, sus plumas son dedos abiertos al espacio infinito; a nuestro alrededor innumerables pájaros invisibles cantan y pian entre el verdor apelmazado de las tupidas encinas; la tierra húmeda recién removida nos cuenta que por aquí pasó un grupo de jabalíes buscando bellotas y raíces.


Subimos un collado, pasamos a otro valle entre enebros y jaras. Un cruce de caminos nos pone en dirección al Mirador de Peñaliendre. Sendero adelante, evitamos cruces y trochas que van en diferentes direcciones, avanzamos retorciendo nuestros pasos con el camino que parece cerrarse sobre sí mismo en la otra ladera del pequeño valle.



Mirador de Peñaliendre.


Una suave subida nos deja en la derruida casa de Peñaliendre y su Mirador al que entramos con permiso de una curiosa roca que se diría una “cabeza dormida” con su visible mentón bajo la nariz, los ojos cerrados y la frente bien formada. Desde el Mirador vemos las dos cimas del Cerro Lechuza por cuya falda pasamos hace un buen rato; sobre nosotros el Canto Hastial, la Silla del Diablo, la Tortuga; a nuestros pies loníceras a las que conocemos como madreselvas, ailantos arbusto de tal prestancia que se considera un árbol de los dioses, robinas de vistosa flor blanca, jaras silenciosas en permanente balanceo acunadas por el aire quedo y dormido de esta mañana. 


Bajamos del mirador continuando el sendero que trajimos hasta aquí, en un comienzo pindio. Sobrepasamos el Arroyo de Peñaliendre y el sendero se apacigua. Arroyo y sendero bajarán paralelamente unidos hasta que encontremos el camino de regreso allá abajo en el valle, después de pasar por senderos encharcados, por profundidad en la senda, por chopos que beben en ruidosos sorbos agua del Arroyo de Peñaliendre, por reductos de encinas donde los jabalíes han buscado alimento y acaso reposo, por frondosos y retorcidos enebros, por restos de antiguas trazas de haber sido tierras cultivadas…


Salimos al sendero, recorremos los dos kilómetros que nos quedan hasta el coche por el mismo camino que habíamos traído. Sobre una ladera del Picazo un águila vuela entre las dos piedras que semejan una puerta y avisan a los montañeros (hoy pueden ser solamente paseantes) de la cercanía del final de la ruta.


Javier Agra. 



viernes, 12 de enero de 2024

PICO HUMIÓN (III) REGRESO





Iniciamos el descenso desde la Cumbre del Humión. Al fondo vemos el Pico Talos Somos, más allá hacia el oeste montañas de Palencia y multitud de montañas.

El regreso lo haremos por otro camino. Con frecuencia en la vida hemos de variar el rumbo porque cuando descubrimos senderos de luz y de libertad es necesario seguir la estrella de luz que nos guía. Poco más allá del vértice geodésico en forma de pirámide de hierro coronada por una cruz, descubrimos una cortada entre las piedras; es el inicio del sendero hasta el Pico Talos Somos hasta el que llegaremos por un camino arduo y seguramente lo más complicado de toda nuestra ruta. Nos guían unas placas de metal que cada cierto tiempo están colocadas a modo de hitos. 


Detrás queda la brecha por la que comenzamos el descenso.

El sendero a veces transcurre por el mismo vértice estrecho con vistas a ambas vertientes, a veces nos indica saltos hacia abajo hacia arriba entre las rocas cortadas en láminas como hojas de libro. Así avanzamos por esta biblioteca de piedra y de siglos hasta llegar al Pico Talos Somos donde la vista se relaja entre el verdor y el sosiego mientras contemplamos las moles de roca que hemos dejado atrás. 


Entre esas escarpadas rocas, con el Humión al fondo, llegamos hasta el Talos Somos.

El sendero ahora es pradera por la que descendemos pocos metros más abajo del collado hasta una roca doble con el nombre de “Cura y Ama”, ignoro cómo sea de oficial el citado nombre. A la vuelta de esta roca hay colocada una imagen de María dentro de una hornacina en la misma piedra, conocida como “Virgen del Pico Humión” con la siguiente inscripción:


 Hornacina en la roca con la imagen de la Virgen del Humión.


“Esta advocación mariana nació en julio de 1986 en el seno de un grupo de seminaristas pertenecientes a la Congregación Hijos de la Sagrada Familia (Colegio Padre Manyanet, Alcobendas) siendo prefecto el Padre Antonio Pérez Cuadrado S.F. durante las convivencias de verano que se celebraban cada año en el Colegio Virgen de la Salud en Montejo de Cebas (Burgos).  

Gracias a la inspiración de un joven seminarista, en la actualidad sacerdote, Antonio Cano Valleros y a la unión e ilusión en la fe de todos aquellos jóvenes. Monte Humión, 30 julio 2010” 

Desde el Collado seguimos una senda, poco visible en su nacimiento, que arranca al pie mismo de una estaca de madera. Se va aclarando la senda entre fina piedra que es necesario pisar con prudencia en una pronunciada pendiente hasta introducirnos en un hayedo mágico de formas y colores entre la fantasía y la acuarela del sol que baila en las rocas que cierran el valle, en los troncos, en las ramas, en la multitud de hojas que mullen el suelo por el que continuamos pendiente abajo ora por sendero, ora por los caminos de la intuición. 


El hayedo en el descenso.

Y entre las aves de grácil trino suena en mi corazón la Sinfonía Castellana (1923) del músico burgalés Antonio José (1902 – 1936) en sus cuatro movimientos con la sutileza permanente del campo en sus notas, con el sosiego de las sucesivas vivencias de esta jornada, mientras los montañeros descienden serenamente entre troncos y guitarra, entre fantasía y sonoridad de las hojas húmedas hasta encontrar la Fuente de Yédramo actualmente sin agua pues está succionada para un depósito que han construido a su lado, destinado a abastecer al pueblo de Cubilla de la Sierra. 


Fuente del Yédramo.

No continuamos por sendero visible que discurre por fuera del bosque a nuestra izquierda, buscamos y encontramos otro marcado camino bosque abajo entre las hayas que muy pronto dan paso a un frondoso pinar. Nuestra marcha se va haciendo más lenta pues el sendero cruza una vaguada y comienza un ligero y permanente ascenso. 

Nos acercamos al pueblo media hora después de haber dejado las hayas y los pinos, por entre prados y vacas, entre arroyos apenas perceptibles y envueltos en el silencio infinito que reina en estos Montes Obarenes donde destaca el Pico Humión que ya para siempre forma parte de la palpitación del corazón. 

Javier Agra.