domingo, 14 de enero de 2024

CASCADA DEL COVACHO

 


Indicad al coche que os lleve hasta el Restaurante Calsots en la Plaza del Picazo de Hoyo de Manzanares, continuad por Camino de Villalba pues así se llama la calle que sube por su izquierda hasta la falda del Picazo junto al depósito de agua del Canal de Isabel II, allí se aparca el coche y se comienza a caminar con un calzado apropiado.


A primera hora del día, cuando el mundo aún está despertando en siluetas, cuando los primeros pájaros entonan cantos de amanecer, cuando aún todo es turbio y profundo como una puerta hacia la inmensidad de la nada, descubre el montañero (hoy puede ser solamente paseante) que la pequeña Sierra de Hoyo de Manzanares es mucho más grande de lo que puede abarcar la persona; incluso aquí la inmensidad de la naturaleza hace reducido nuestro poderío. También aquí aprende el montañero (hoy puede ser solamente paseante) la necesidad de abrazar a la naturaleza, a cada árbol, a las piedras, al trino leve de un ave…


Se inicia la amplia pista después de un paso vallado con puerta para los peatones, al lado mismo del depósito de agua. El camino está muy claro incluso antes de clarear la mañana entre una valla metálica y un murete de piedra entre encinas y jaras, entre escorrentías y trinos. A nuestra derecha vamos dejando trochas que nos subirían hacia El Estepar, La Tortuga, La Silla del Diablo… cumbres y espacios de magia y poesía. 


El camino llano hace algunos recodos entre las encinas, nosotros preferimos continuar más derecho por el trazado que siguen las pequeñas casetas y las tuberías que ocasionalmente asoman conduciendo el agua desde el Embalse de Navacerrada. Después de tiempos de lluvias los arroyos llegan a este valle entre canciones de musgo y roca, solamente conozco el nombre del arroyo de Peñaliendre por cuya ribera bajaremos al regreso. 


El día ya ha desplegado toda su luz y me distraigo poniendo nombre a la multitud de rocas que se asoman a las cumbres de nuestra derecha: un Ogro juguetón se ha sentado a contemplar mi paso; más allá bosteza un Cocodrilo; esa otra piedra es un pequeño Elefante escalando pared arriba… suena una sinfonía de naturaleza y sosiego, de agua y de siglos y pronto se deja ver la Cascada del Covacho en el Arroyo Peña Herrera. Siempre de frente y en las bifurcaciones, el camino de la derecha entre encinas, enebros, jaras, pequeños tomillos y graciosos romeros.




Hemos llegado a la Cascada del Covacho en el Arroyo de Peña Herrera.


El Arroyo de Peña Herrera suena a concierto de violines, trompetas, timbales y clarinetes entre allegro y andante de Mendelssohn esta mañana de invierno, es una armonía de la naturaleza con la que hace tiempo me siento mimetizado. Muy cerca, a nuestra derecha, está el brevísimo sendero que llega a la Cascada del Covacho, traslúcida y brillante sobre la amplitud de la piedra por la que resbala como una sucesión de siglos en la inmensa soledad de este corazón de la Sierra de Hoyo de Manzanares. Abajo, un remanso embalsado apacigua la caída en un diminuto estanque transparente y colorido por la variedad de rocas que duermen milenios de recuerdos en la quietud del imperceptible paso del tiempo.



Cascada del Covacho


Aquí mismo arranca un sendero ladera arriba, otros más nacen en diferentes lugares buscando mesetas y cumbres más altas. Nosotros regresamos al camino, cruzamos el arroyo y continuamos unos metros hasta cruzar por entero unas láganas de piedra. Desde aquí sube una senda hacia las cumbres, éste sí lo seguimos durante un tiempo hasta que encontramos otra senda que bordea el cabezo rocoso del Cerro Lechuza que dejamos a nuestra izquierda.


Nos sobrevuelan unos buitres con planear sereno, son la quietud del silencio sobre nuestras cabezas, sus plumas son dedos abiertos al espacio infinito; a nuestro alrededor innumerables pájaros invisibles cantan y pian entre el verdor apelmazado de las tupidas encinas; la tierra húmeda recién removida nos cuenta que por aquí pasó un grupo de jabalíes buscando bellotas y raíces.


Subimos un collado, pasamos a otro valle entre enebros y jaras. Un cruce de caminos nos pone en dirección al Mirador de Peñaliendre. Sendero adelante, evitamos cruces y trochas que van en diferentes direcciones, avanzamos retorciendo nuestros pasos con el camino que parece cerrarse sobre sí mismo en la otra ladera del pequeño valle.



Mirador de Peñaliendre.


Una suave subida nos deja en la derruida casa de Peñaliendre y su Mirador al que entramos con permiso de una curiosa roca que se diría una “cabeza dormida” con su visible mentón bajo la nariz, los ojos cerrados y la frente bien formada. Desde el Mirador vemos las dos cimas del Cerro Lechuza por cuya falda pasamos hace un buen rato; sobre nosotros el Canto Hastial, la Silla del Diablo, la Tortuga; a nuestros pies loníceras a las que conocemos como madreselvas, ailantos arbusto de tal prestancia que se considera un árbol de los dioses, robinas de vistosa flor blanca, jaras silenciosas en permanente balanceo acunadas por el aire quedo y dormido de esta mañana. 


Bajamos del mirador continuando el sendero que trajimos hasta aquí, en un comienzo pindio. Sobrepasamos el Arroyo de Peñaliendre y el sendero se apacigua. Arroyo y sendero bajarán paralelamente unidos hasta que encontremos el camino de regreso allá abajo en el valle, después de pasar por senderos encharcados, por profundidad en la senda, por chopos que beben en ruidosos sorbos agua del Arroyo de Peñaliendre, por reductos de encinas donde los jabalíes han buscado alimento y acaso reposo, por frondosos y retorcidos enebros, por restos de antiguas trazas de haber sido tierras cultivadas…


Salimos al sendero, recorremos los dos kilómetros que nos quedan hasta el coche por el mismo camino que habíamos traído. Sobre una ladera del Picazo un águila vuela entre las dos piedras que semejan una puerta y avisan a los montañeros (hoy pueden ser solamente paseantes) de la cercanía del final de la ruta.


Javier Agra. 



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