domingo, 31 de enero de 2021

COTIELLA III


 

El tiempo todo, se ha detenido en este instante de nuestro descenso. El Refugio de Armeña permanecerá ya para siempre en mi retina con su tejado rojo y las paredes de luz vivificante. Inmóvil y al mismo tiempo en invisible caminar hacia lo eterno, como las personas que siempre somos la misma y cambiante en cada respiración, en cada palpitar del corazón, en cada sentimiento que es puente imperceptible del siguiente pensamiento en una cadena interminable hacia lo eterno, cuando nuestro sentir se aúne con el sentir de la naturaleza entera.

 


El Refugio de Armeña y todo el valle envuelve al montañero en sosiego y vitalidad.

 

Todo fluye en un constante cambio, decía el griego Heráclito; cambia el aire que respiramos, las estructuras de nuestras células, el pensamiento con que atinamos a pensar nuestra existencia. Parménides opinaba que todo es inmutable, me argüiréis; no sé, si aceptar tal proposición, pues este filósofo griego se refería a los atributos de la divinidad, frente a los pensamientos de las personas que pertenecen a la vía de la opinión. Muchos siglos más tarde, Hegel propuso aquello de la tesis, antítesis, síntesis como propuesta de discusión permanente y engranaje de los contrarios para conseguir una evolución de la realidad y la verdad misma.

 

Mas quiero abandonar estos caminos de la filosofía y adentrarme nuevamente en los caminos de las montañas del Cotiella que permanecen en mi corazón como un baile de aire y verdor, de vegetación y pedregal, de esfuerzo y logros. Desde la cumbre y durante toda la ladera varía la perspectiva con la lentitud del caminar y la firmeza de la amplitud que se ensancha desde los valles entretejidos de vegetación y diminutos animales, hasta la amplitud de sus peladas rocas de la altura donde la vista reverbera luminosidad y lejanía.

 


Desde la cumbre del Cotiella, el aire, las aves, la naturaleza entera, la humanidad se abraza en una armonía de suavidad sin fronteras.

 

Javier Agra

 

sábado, 30 de enero de 2021

COTIELLA II


 

El horizonte tiembla en este amanecer vestido de oro sobre las cumbres, la luz se expande por las quebradas Cotiella arriba hasta hacerse racimo de cielo y de azul; la pradera de Armeña amanece desaliñada entre verdor y sigiloso viento que susurra aliento a los montañeros durante el ajetreado calzar de botas y desayuno de fortaleza entusiasmada; amanecer lento de poesía en este arroyo de flores y mariposas sobre el prado que levanta sus manos de roca hacia las cumbres.

 


El amanecer viste de oro las cumbres.

 

Nuestro destino, esta jornada, es la cumbre luminosa del Cotiella. De modo que salimos del refugio, pronto terminamos de cruzar la pradera y nos adentramos de inmediato entre el pedregal que busca el farallón rocoso del Armeña. Las chovas piquigualdas saltan aquí y allá buscando alimento fresco en la mañana, tenemos tiempo de caminar contemplando sus piruetas pues la ligera y sencilla subida es prolongada.

 

Estamos adentrados en una senda de piedras limpias de sereno tránsito. Terminó ya la vegetación, a partir de aquí será otro misterio del Pirineo, otra belleza que se adentra hasta las entrañas para perpetuarse en el alma del montañero y así vivir una y muchas veces la ascensión en el recuerdo.

 


Desde la Colladeta, estamos viendo el Collado del Cotiella. Senderos entre canchales y cumbres de canciones eternas.

 

Dejamos la brecha de Las Brujas y Las Coronas buscando el espolón del Cotiella, paso a paso entre el sudor y la ilusionada subida  buscamos ya la zona de karst siempre silenciosos de magia y de asombro. El sendero continúa entre el canchal en busca de la base del Collado de Cotiella. Los montañeros son ahora diminutas lagartijas en esta inmensa amalgama de vegetación que ha quedado hace tiempo allá abajo, de inmensa roca elevada a nuestra derecha, de canchal inerme bajo nuestros pies.

 

Vulnerables y desvalidos estamos los montañeros en medio de esta inmensidad, pero nos sentimos acurrucados en la cariñosa inmensidad de las cumbres, ahora sonrientes por nuestra cercanía. No sirve de nada la vanidad; sosiego y agradecimiento son el mejor abrazo con que podemos responder al abrazo de la montaña.

 


Desde la cumbre divisamos múltiples cumbres del Pirineo. Además del nombre de las cumbres, podéis observar la diversidad emocionante de Los Pirineos, desde los bosques verdes de los valles hasta la nieve permanente en sus cumbres, como el Posets o el Aneto.

 

Hemos llegado al Collado, amplio y poderoso, a los montañeros nos parece sonriente y entrañable, como si tuviera en sus bolsillos cacahuetes y frutos secos para invitarnos a hacer una parada y contemplar la inmensidad de las cumbres; nos parece oportuna su propuesta y nos quedamos unos minutos entre sonrisas, miradas al infinito, mordiscos a los frutos secos y sorbos de agua.

 

Aún falta un tiempo de marcha. Continuamos un breve trecho por el cordal, buscamos el siguiente collado bajo el Pico de La Neis. Dejamos de dar vueltas alrededor del Cotiella, ya solamente nos queda remontar la continua y serena ladera que asciende hasta la cumbre. Nos recibe entre sonrisas y música, seguramente el concierto para violín y orquesta de Paganini suena en estas cumbres cada vez que un montañero abraza su vértice geodésico y admira la cruz de hierro que permanece enhiesta a su lado.

 


En la cumbre, abrazamos agradecidos el vértice geodésico.

 


Vista del Monte Perdido, desde la cumbre del Cotiella.

 

Javier Agra

 

jueves, 28 de enero de 2021

COTIELLA I


 

Allá en la lejanía de mi infancia, en la escuela de Acisa de Las Arrimadas, escuchaba al maestro contar historias de los Pirineos que bullían por mi cabeza haciendo cabriolas y senderos infinitos. Cuando me hice adulto y recorrí varias de sus cumbres, ibones, collados, escarpadas laderas… entendí la lumbre que ardía en mi corazón infantil.

 

El Circo de Armeña participa de esta inmensidad casi interminable del pirineo aragonés, tal vez otro capítulo que prende en mi corazón como una narración inacabada. Aquí está El Cotiella, inmenso y sublime, de paredones calcáreos capaces de abrazar al montañero con la corpulencia de sus pedregosas manos. No es el más visitado pues no alcanza los tres mil metros y esa contingencia retrae a numerosos coleccionistas de alturas.

 


Hemos aparcado el coche en una amplia pradera. El sendero avanza entre pinares, mariposas, fresas silvestres…

 

Podréis leer, en otras páginas, ascensiones invernales o nevadas. Yo soy montañero, para los Pirineos, de poca nieve. Esta ascensión fue con tiempo calmado, brillante sol, ausencia de nieve. Desde la localidad de Seira con la serenidad del río Ésera en el corazón, salimos en el coche en dirección a Barbaruens y después en busca del Collado de Coronas y Plan hasta donde no es necesario llegar, las sendas a esta altura son entretenidas y peleonas. Verdor y prudencia envuelven la marcha hasta una explanada habilitada para dejar el coche un par de días.

 

Hoy queremos llegar hasta el Refugio de Armeña. Desde la pradera observamos a nuestra derecha un cartel que indica la senda que hemos de recorrer entre pinares y serval. La pendiente se hace pronunciada de inmediato entre el zigzagueo de la trazada senda. Silencio y rumor de aves son nuestra compañía, el corazón se queda un poco prendido de la inmensidad y la inmensidad abraza toda nuestra existencia. Pienso que nuestras paradas montaña arriba son para hacernos conscientes de la grandiosidad del entorno que nos acuna.

 


Desde el Collado del Ibón la vista se engrandece.

 

Entre riachuelos de lejana musicalidad, el abismo se precipita a nuestra derecha, el asombro de las vistas se instala en el alma de los montañeros. Cada paso es una pequeña victoria y una nueva costura que nos pega a la naturaleza infinita y sublime. Por aquí corre el sarrio siempre silencioso y veloz, el majestuoso bucardo de interminable cornamenta. El quebrantahuesos esconde sus círculos en el cielo, mientras la perdiz nival se asiente sin muchas precauciones, tal vez su experiencia le ha enseñado que los montañeros guardamos la fuerza para la ruta de ascenso.

 


Ibón de Armeña. En sus aguas serenamente frías me zambullí unos instantes.

 

Llegamos al Collado del Ibón. Hace mucho tiempo que vimos en varias ocasiones la cumbre del Cotiella. Desde el Collado divisamos el Refugio, el Ibón, el final del pinar, la inmensidad. Hemos de descender unos metros, el Ibón de Armeña queda a nuestra izquierda acogedor y entusiasmado por nuestra presencia. Resulta difícil no quitarse la ropa y zambullirnos un instante en sus límpidas aguas llenas de vida y sosegada quietud.

 


El Refugio de Armeña, sin guarda, tiene capacidad para algo más de veinte personas.

 

El Refugio de Armeña es una construcción para algo más de una veintena de montañeros, sin guarda; a esta altura de montaña, más de mil ochocientos metros, y después de un intenso esfuerzo, las personas que deciden pasar la noche en este lugar somos suficientemente cuidadosos, de modo que el Refugio de Armeña es apacible para quedarnos a contemplar la puesta de sol y ocupar una litera esta noche.

 


Desde la cima veremos, en la lejanía, El Perdido, La Munia… eso será mañana.

 

Javier Agra   

 

miércoles, 20 de enero de 2021

MACHOTA BAJA


La Sierra de Guadarrama se levanta sobre columnas invisibles donde bailan los pueblos desde siglos sin tiempo definido. Acurrucado entre mágica vegetación se encuentra El Escorial, del que dicen es un lugar joven pues no hay señales claras de su existencia hasta entrado el siglo diez, cuestión en que no me atrevo a entrar pues otros doctores tendrán estos asuntos entre sus quehaceres.


Sentado en la Silla de Felipe II medito pensamientos antiguos.

Algún habitante paseó por sus montañas en siglos anteriores pues la Silla de Felipe II es más vieja que la leyenda real (aunque la veracidad sea irreal). De cualquier manera, a sus pies aparcamos el coche pues no encontramos antes otro lugar apacible para subir a pie hasta este espacio, como hemos hecho en otras ocasiones.

Entre senderos y marcas avanzamos monte arriba entre vistosas rocas cubiertas de musgo fornido, entre retorcidos robles en conversación con la brisa. Si llegas a ver este texto, amable lector, recuerda que sale un camino directo hacia la Machota Baja desde el ángulo anterior a un amplio prado, sendero disimulado entre vallas de alambre y puertas que parecen impedir el paso. No impiden el paso, invitan a atravesar sus cerrojos y comenzar libremente la ascensión por el marcado camino que desde allí asciende en rápido movimiento.


El sol amanece con luz mágica, cuando estamos entre roquedales de musgos y robles antiguos.

Nos lo pasamos. Continuamos buscando senderos cada vez más ocultos entre la magnitud de la maleza y el olvido de los siglos que pueblan con pelambreras de vegetación la ladera que ya sube hacia la Machota Alta sin claridad; ahora la intuición nos aseguraba que era preciso deshacer lo andado y buscar el collado que asomaba lejano a nuestra izquierda. Trepamos, descendemos, llaneamos, lo intentamos de nuevo entre matorrales compactos y barrizales.

En la montaña hemos aprendido que todo llega, es cuestión de tiempo, empeño, sosiego, fatiga, imaginación… También llegó para nosotros el momento en que encontramos el final de la fatigosa búsqueda y el premio de la Pradera de los Cerros y el Collado de Entrecabezas desde el que sale el camino hacia la Machota Baja.


La niebla esconde senderos entre los enebros.

Comenzamos, pues, la subida por el conocido sendero tantas veces pisado en otras ocasiones. Ahora nuestra compañía era la amenazadora niebla como un alarido de la pequeña montaña que quisiera asustar a los montañeros; porque sí, amable lector, la montaña pone trabas y pruebas, a veces serias, otras ocasiones divertidas, para que se necesite algún esfuerzo llegar a sentarse en la cumbre.


Cerca de la cumbre, los montañeros alegran el rostro y bailan el corazón.


 Hemos llegado a la cima de la Machota Baja. Llanuras, pueblos, colinas, El Guadarrama de Madrid al fondo... más allá la tierra entera bulle anhelos de libertad y de PAZ.

 

Los enebros semejaban figuras fantasmales detrás de algún recodo; el escaso piornal es el último reducto de su abundancia unos cuantos metros más abajo; las escuetas encinas, siempre serenas y austeras, empujaban con entusiasmo nuestro camino entre las descomunales rocas y las húmedas piedras. Se empina la llegada a la cresta, se esconde la cumbre entre moles de piedra.


Allí está el vértice geodésico a mil cuatrocientos diez metros, como una pintura al óleo, desde donde se divisa la hermosura del Guadarrama en todas las direcciones.

El regreso fue cómodo siguiendo el marcado sendero. La niebla se había marchado, la montaña mostraba sonrisas azules acaso como premio al esfuerzo de los montañeros.

Javier Agra.