jueves, 26 de noviembre de 2009

HAYEDO DE TEJERA NEGRA

Las circunstancias obligan frecuentemente a previsiones que parecían inútiles y resultan, a la postre, imprescindibles. Jose había reservado una plaza para aparcar el coche a las puertas de hayedo. Nos tocó madrugar y recorrer un compendio de comunicaciones - resumen de las rutas de España - (autovías de amplia calzada y conducción veloz junto a diminutas carreteras cuya ternura consiste en unir a las personas de los pueblos cercanos, aquellos que no conocen la prisa).


Carreteras de calma. Acaso para permitir saludar casa a casa por cada lugar transitado. Así nos tomamos el camino, mientras la noche bosteza los primeros rosicleres y los grillos despiertan a las setas y a las dormidas vacas. Comienza el día en los pueblos y nosotros llegamos para iniciar la jornada.

La lumbre del hayedo calienta el alma esta mañana de contrastes. Nosotros estamos dentro, el resto del mundo es "afuera". Colores y brillo suben desde nuestras botas hasta el corazón, los pulmones y las sienes. Se aplaca el tiempo, duerme la pena y baila entre cantos de gloria la vida en la que nos adentramos. Dentro y fuera, contraste de vida y pelea, armonía y ruido. El Hayedo nos da la calma: Pipa y Munia también la gozan, por eso van y vienen de los colores a la pisada que marcamos con nuestras botas; del canto de las aves al silencio de nuestra respiración.

Hemos iniciado el camino, por donde las guías deciden que se termine: es, sin discusión, la zona más bella del frondoso bosque ¡y estamos en un lugar donde la belleza crece por ella misma! Hora y media después de comenzado nuestro paseo, llegamos a un claro, el sendero regresa hacia el inicio del hayedo en paseo circular. Aquí es donde Jose, Munia, Pipa y yo hacemos nuestro concejo y decidimos salir en dirección hacia la Buitrera, por un camino no explorado, pero llevados por la orientación y la voluntad.

La Buitrera está cerrada entre la niebla y el viento. Nos reta y advierte que estamos más seguros en la zona llana donde el aire es brisa y el sol acaricia, cada cierto tiempo, nuestros cuerpos. Por lo que parece un sendero, comenzamos a caminar, apartando ramas de hayedo y siguiendo veredas de vacas. El sendero se pierde... permanecen los pájaros, las hayas y el deseo. Munia y Pipa son valientes, los cuatro nos turnamos para abrir sendas nuevas de hierba y pedregal. La Buitrera se defiende con una primera embestida de viento y aguacero... Seguimos... Nos pone murallas de piedra y matojos... Continuamos... Lanza gritos (acaso fueran truenos) y nos cierra el paso con una cortina de intensa niebla. Nos faltan doscientos metros de subida y otro buen rato de cresta hasta la cumbre...

Hemos descubierto que no somos más que humanos (tal vez Pipa y Munia hubiera preferido continuar, pero nunca nos dejarían indefensos en medio del fragor de la pelea y se retiran con nosotros). Hoy ha vencido la montaña, a la que siempre respetamos. Volvemos, con precaución al principio pues la niebla nos da escolta y nos marca el ritmo de marcha según su voluntad; más tarde, avanzamos deprisa, sin osar volver la vista por si aún quedan defensores de la Buitrera. Más abajo, cuando nos da el sol y hemos salido a la pradera, nos sentamos y comemos, compartiendo alimento y sensaciones con los contrincantes de esta jornada. A nuestro lado se sienta la Buitrera, con el viento y la niebla. Ya no son enemigos, la pelea nos ha convertido en camaradas. Nos citamos para más adelante, cuando el sol y el viento se pongan de nuestra parte.

Javier Agra.

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