Las nubes juegan al
escondite en primavera, cosen vida y esperanza entre los montes y las tierras
bajas. Sobre el Guadarrama de Madrid dibujan formas de bisontes y culebras en
tropel, formas que buscan vivir más allá de lo etéreo y el instante; dibujan
formas de leones sosegados que reflejan su silueta de emperadores de la tierra
y cuidadores de la soledad sobre el empedrado de la nieve.
La nieve en la sierra
dibuja tenues madrugadas de brillo: los rayos recién destetados aventuran sus
primeros pasos loma arriba en busca de las cabras y las ardillas; medio día de
agua que reverbera entre el frio y el fuego, destella palomas de luz por la
cumbres, transforma los invisibles peñascos en inmensas rosas centelleantes,
crea espejos de fulgor musical entre los valles y las colinas que conversan sus
amores sin cesar; tardes de lumbre y de bronce, cuando las cumbres crecen como
el eco de un beso y devuelven al cielo los rayos de luz entre las plumas de las
invisibles aves.
Las aves invisibles
transforman los parques en gozosas colmenas de violines sonoros. Tal vez algún
ruiseñor de florida voz se abanica con las hojas nuevas de los chopos y el liquidámbar;
a mí, sentado bajo las ramas de un chopo, me resulta difícil discernir la
entrelazada conversación de las múltiples familias de pájaros que quieren, a un
tiempo, presentar sus progresos; el ruiseñor conversa con sus cien clarines al
mismo tiempo y los árboles del parque se sientan en las butacas de hierba
recién nacida para escuchar la conversación de sus amores.
Los amores de este
primer verdor llenan el aire del fresco aroma de la menta; del calmante y
medicinal romero; el amor extiende en los barrios de la tierra el frescor del
eneldo, el lustre de cera del coriandro; en los parques despunta el tomillo de
olorosos labios, la salvia hierba de cariño envolvente, la albahaca de olor
dulce, el estragón que llena de olores las cocinas y los patios, la mejorana de
orgullosa presencia; el orégano siembra vida entre los despoblados riscos y así
llena de primavera toda la naturaleza.
Toda la naturaleza
suelta las brujas de sus noches o las hadas de sus días y entonces los sueños
vuelan felices en sus escobas de fieltro, barren los temores del frio y acunan
el amor con la dulzura de los candorosos dedos iniciales. La vida, la vida
suelta sus riendas y canta victoria: es primavera.
La hoya de San Blas reverbera en múltiples colores con los primeros grillos de la mañana cuando amanece el agua entre el arroyo Mediano y el arroyo de la Herrada, que juegan a encontrarse entre los matorrales, las vilortas, las raíces y los juncos de los humedales de sus orillas. La hierba nocturna bosteza rocío para la primera ronda de las aves cantarinas que, en tropel, juegan al corro con los incipientes rayos del sol mientras se pone la corbata y el frac para salir de entre las sombras cálidas de esta primavera a recorrer el tumulto de los sonidos del bosque, la algarabía de los invisibles insectos que pueblan la Sierra de Madrid.
La hoya de San Blas entona un canto de gloria para saludar a los primeros ciclistas que pedalean pista arriba, a los primeros montañeros que caminan sendero arriba, a los primeros corzos que ramonean aguas arriba. Jose y yo hacemos una parada porque necesitamos tiempo para asumir tanta hermosura como entona en este punto la canción de la tierra. Opinamos, desde nuestra óptica estética, que este paraje es bello en sí mismo para merecer una visita; opinamos que somos afortunados por elegir esta mañana el lugar que ahora entusiasma nuestro espíritu. Por aquí serán felices los corzos con tanta naturaleza, los montañeros con tanta suavidad y dulzura, los ciclistas con esta pendiente armoniosa entre los pinares y el agua.
Habíamos decidido llegar al Cerro de los Hoyos desde Soto del Real; pasamos el pueblo hasta una pista de tierra y dejamos atrás el embalse de Palancares o de Mediano – pequeño embalse que abastece de agua al pueblo –; recién pasado el arroyo Mediano, aparcamos el coche y comenzamos a caminar. Los primeros pasos ya los habéis leído, añadiré solamente que el agua de este abril canta en nuestro ánimo con la música de los violines de piedra y el fagot de las raíces que asoman curiosas entre los ribazos.
He aquí la divisoria de los senderos, en el Collado de la Ventana.
Estamos ascendiendo el Lomo, entre pinos y esperanzas, a nuestra derecha dejamos las rocas más grandes y las vistas más hermosas; en algún lugar cercano al camino reposa la lagunilla del Lomo solamente visible en invierno y en primavera – hoy tiene sus seno completo por la nieve y las hojas que allí juegan –; llegamos, pisando la nevada, a la senda de la Herrada con el sol subido a nuestras mochilas, con los rayos agarrados a nuestras espaldas, disminuyen los pinos se acrecienta la mirada, estamos más arriba donde comienza a volar el alma, estamos entre la nieve, la canción y la inmensidad del cielo: es el Collado de la Ventana, amplio y sosegado, collado que seduce y canta, collado de libertad y de poéticas visiones.
En el Collado de la U para disfrutsar de la Aguja del Sultán, la visión de la Cuerda Larga...
Desde el Collado de la Ventana las salidas son variadas: el Collado de la U y el callejón de las Abejas, lugar al que merece la pena asomarse para disfrutar de la Aguja del Sultán, de la vista cercana de la Cuerda Larga; es también lugar de cruce de la senda integral de circunvalación a la Pedriza.
Inmensa y solemne vista del Cerro de los Hoyos, unos metros antes de coronar el Collado de la Ventana.
Nosotros nos dirigimos al Cerro de los Hoyos:
-¡Mira, es una catedral de piedra!
-¡Vamos, meditaremos entre los laberintos de sus rocas!
Aquí estamos. La nieve oculta los pasos, hace falsos puentes entre los peñascos, bordeamos los abismos, sorteamos las aristas, escuchamos la música del órgano de esta inmensa mole catedralicia, escuchamos el gregoriano que ha hecho nido entre estos infinitos tubos seguramente de granito, pero en todo caso de piedra magmática plutónica. En estas laberínticas idas y venidas llegamos a la estrecha grieta que aquí contemplamos y desde donde decidimos regresar – entre el asombro y la soledad –.
A quien quiera que merodee este escrito, le animo con el corazón henchido de gozo a visitar estos lugares que aquí reseño temblando aún por la emoción.
Hace no muchos días llegué hasta los sesenta años. Allí me senté con mis pensamientos, oteando ya hacia los valles de la vida en un descenso más o menos pronunciado de la montaña que me fue otorgada, de donde ya vengo de regreso; cuánto me resta hasta fundirme de nuevo con el valle de luz del que salí es un tiempo que no controlo, pero seré al mismo tiempo cumbre aireada por los vientos eternos y valle regado por las serenas agua sin término. A propósito de esta metáfora, tengo en mi cuaderno otras metáforas. ¿Se pueden construir metáforas sin decir palabras?
¿Si me siento noche en plena madrugada,
o tal vez opaco vidrio en un luminoso día,
o soy enfangado charco cuando la torrentera baja
estoy siendo una metáfora?
Lagos de la Munia, en Pirineos, al amanecer.
¿Si soy marchito brote en la eclosión de primavera,
o tal vez nido huero en medio del canto de la vida,
o soy grano sin germen cuando la vida brota
estoy siendo una metáfora?
Camino de Peña Ubiña.
¿Si soy profundidad desolada en medio de la sierra,
o tal vez soledad en la gloria de la nevada,
o soy nada en la cumbre de una montaña
estoy siendo una metáfora?
Paseando por las cumbres del Tornera.
¿Si se acercan a mí la naturaleza y las cabras,
o tal vez encuentro un árbol nacido entre las duras rocas,
o soy tirita en este caminar de soledad y ampollas
estoy siendo una metáfora?
Estas dos fotos son experiencias de metáfora en la Pedriza Posterior.
¿Si soy un Clavileño de fantasía iluminado,
o tal vez una juvenil sonrisa de empuje y ánimo
o soy sol para madurar los frutos de la tierra
estoy siendo una metáfora?
En la Casa Museo de Dulcinea, en el Toboso, Clavileño espera a nuevos andantes aventuraros.