viernes, 20 de noviembre de 2015

ENCINAS DEL MONTE DEL PARDO



Pasea el corazón solitario entre las encinas del Monte del Pardo con el rocío matinal del mes de noviembre; dulce silencio del aire entre el pensamiento y la luz; amanece entre sus hojas, ni los pájaros se atreven a piar para que sigan dormidas las encinas.



Pero las encinas no duermen, tienden sus ramas para acunar a los últimos jabalíes, a los ágiles conejos, a los primeros humanos; mi corazón entona pasos limpios entre las encinas y busca calmar la sed infinita de lugares eternos entre las raíces frondosas de sujeción segura.

Están caídas las bellotas escondidas entre la tierra buscando primaveras en los metafísicos surcos de la tierra; allí duermen suspiros de las almas  que lloran, de las que quieren nacer más allá del tiempo y más allá de la lejanía entre cantares de ángeles y agua de las cascadas.



Pero las encinas tienen sus pies hundidos en la tierra y llaman a la acción liberadora de esta mañana en que mi corazón las mira entre los pedregales y entre los prados fértiles sin cultivar; las encinas llaman con sosegados gritos y me empujan a ser labrador que transforme esta aridez en frutal cosecha.

Siglos de paciente sabiduría están creciendo en el Monte del Pardo en la savia sabia de la encina; siglos enseñando a cantar a las aves, a correr a las lagartijas, a buscar la sombra a los humanos; y yo recuesto mi asombro en su tronco esta mañana cálida de noviembre, quiero unir el ritmo de mi corazón al palpitar de su paciencia de siglos.



Extienden sus brazos las encinas del Monte del Pardo más allá del silencio, de las canciones, del ruido y del llanto, más allá del dolor y la sonrisa, más allá del miedo, de las lluvias y las tormentas, más allá de los textos y de los abrazos; llega el mediodía y continúo extasiado acariciando sus ramas para que vuelen mis abrazos por el aire de sus brazos.  

Javier Agra.

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