sábado, 27 de mayo de 2017

MONASTERIO DE SILOS: CAMINO DEL CID



MÍO CID: En San Pedro, a maitines / tañerá el buen abad;
la misa nos dirá, / esta será de Santa Trinidad;
la misa dicha, / pensemos en cabalgar,                                   320
que el plazo está cerca, / mucho tenemos que andar.

NARRADOR: Como lo mandó mío Cid, / así todos los harán.
pasando la noche, / el día viniendo está;
a los mediados gallos, / piensan en cabalgar.
Tañen a maitines / con una prisa tan grande;                             325
mío Cid y su mujer / a la iglesia van.

ÁNGEL (en sueños a mío Cid):
Cabalga, Cid, / el buen Campeador,                                          407
que nunca en tan buen punto / cabalgó varón;
mientras que viviereis / bien saldrá todo a vos.

Desde la bien labrada huerta del Monasterio de Santo Domingo de Silos contemplo la capilla de la Virgen del Camino y los senderos por los que salieron camino del destierro, el Cid y sus mesnadas.

La Eucaristía en el Monasterio de Santo Domingo de Silos es toda cantada en gregoriano, salvo las lecturas bíblicas. Sesenta minutos de sosegada armonía matinal antes de salir a los campos a labrar, a estudiar a la biblioteca, a multitud de tareas que realizan a diario los monjes.

Yo, que solamente soy huésped temporal, me dedico a recorrer los alrededores. Hoy salí de la abadía, dejé atrás Silos, por la puerta de la muralla para seguir al Cid en su camino de Destierro. Los primeros pasos, valiente Cid, debieron ser más duros por el abandono de quien fue tu señor en la tierra, pero también por la empinada cuesta hasta superar la ermita de la Virgen del Camino. Seguramente las huestes de nuestro épico personaje no vieron construida la ermita pues es bastante más reciente.

Entre las sabinas del Alto de Valdefradas camino pisando las mismas huellas que dejara, tiempo atrás, el caballo Babieca con su menesteroso jinete.

Tal vez esté ahora mismo pisando las huellas que dejara Babieca entre las antiguas sabinas del Alto de Valdefradas. Bien pudieron cabalgar en el silencio de la mañana por esta amplia meseta; quiero imitar su silencio para así mejor escuchar al rabilargo, a la chova piquirroja y otras aves canoras, también de vez en cuando miro al cielo para contemplar el sigiloso vuelo del águila perdicera. El sendero está muy marcado, pero aunque no fuera así la dirección que siguieron sus tropas no tiene pérdida entre este suelo verde de la primavera.

Con unción cenobítica besé una piedra del camino y la deposité en el "Moreco del Santo”

Con unción cenobítica besé una piedra del camino y la deposité en el “Moreco del Santo”; hice aquí una breve pausa porque según algunas informaciones, acaso más legendarias que históricas, aquí se detuvo la comitiva que llevó a Santo Domingo para ser enterrado en el Monasterio. El sendero continúa por una sinuosa curva hacia la izquierda. Enseguida aparecen dos altas lomas, las cumbres más ciertas de estos alrededores, a sus pies seguramente harían una parada el Cid y su compañía para que las caballerías bebieran en estos que hoy son arroyos y prados de fresca hierba.

Estas dos preciosas montañas cierran un valle intermedio por el que me adentré hasta tocar la cima que asoma a nuestra izquierda. El momento fue solemne pues llegué entre una finísima e insignificante llovizna que desapareció de inmediato, antes aún de consolar a esta desolada tierra.

A la vista de los llanos de Pinarejos, regresé y subí por un curioso valle hasta tocar la cima de la más alta de las dos cumbres que cierran el valle, seguramente con un nombre sugerente y que desconozco. Fuera ya de los senderos trazados por el Cid ni por ningún otro posterior caminante, me adentré a rumbo de avezado montañero entre montes y valles de numerosísimos enebros, en la dirección en que a mi parecer estaba el pueblo de Silos y su abadía.

En una amplia pradera de soledad y misterio, de canciones y poemas, de lento paso y paz inmensa se salieron ladrando unos perros, siguieron mis pasos un trecho y ladraban más por compromiso que por despecho hacia mi persona. Yo, que he oído que la música amansa las fieras, comencé a entonar una música en aquella soledad silenciosa; los perros huyeron de mí, temiendo a mi desentonada voz más que a los mandobles mismos de la espada Tizona. Después me contaron en el pueblo, mientras tomaba café en un bar, que pasé paredaño a un rebaño de más de mil ovejas, los perros hacían su trabajo de guarda cuidadosa.

Esta es la imagen de la cortada en la roca que me impidió continuar descendiendo por el arroyo.

Me adentré en un arroyo, el agua siempre va a algún pueblo –pensé para mis adentros– y no tardé en encontrarme con una cortada rocosa que me impidió el paso. Busque y busqué tanto que encontré otra salida a mi entender definitiva, pues hallé una arqueta de conducción del agua; seguí, pues, este nuevo certero camino y no tardé en llegar a un prado de recreo y a la vista misma de los tejados de Silos. Un par de recodos más allá terminé viendo la huerta del Monasterio de donde había partido siguiendo los pasos de mío Cid.

Javier Agra.

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