jueves, 21 de enero de 2010

MONTE PERDIDO (II)

Vista del Monte Perdido desde la Munia. Desde la izquierda, divisamos el Pico Añisclo o Sum de Rammond, el Perdido con su glaciar inconfundible, el Cilindro al que sigue la loma del Marboré. Delante, la Peña Blanca más cercana al Collado de la Munia. 

Antes de la salida del sol, los suspiros se llenan de esperanza, valle adelante. Desde Goriz vamos en un río humano de sonrisas entrelazadas con la naturaleza. El corazón dará esta jornada palpitaciones de sueños conquistados, cuando por la sien de los montañeros baje el sudor a los ojos y a los pechos para poner canciones de fiesta.  Paso a paso, la cumbre lejana susurra nuestros nombres con dulce acento.

Hoy no estamos solos, los siglos de montaña apremian nuestra subida y son peldaños para el descanso. Aquí se han terminado las fronteras, solamente el aire y el mañana compartido entre todos los habitantes de la tierra; las aves y el recuerdo de los grillos en el valle, ahora lejano, se dan la mano para hacernos una corona de victoria.

Cien montañeros han partido hacia la paz del Perdido. Cien corazones latiendo forman una arquitectura formidable de carne y espíritu hacia la liberación; aquí solamente tiene sitio la promesa de gloria para todos. Subimos valles y murallas calcáreas. Dejamos la bifurcación hacia el Marboré, por eso sabemos que nuestra altura ya está en los dos mil seiscientos sesenta metros (¡también lo sabemos porque lo vemos en el altímetro, que todo ayuda!).  A tres mil metros nos sentamos a contemplar el lago helado, mientras masticamos una barrita de cereal y recuperamos el resuello entre la admiración y el agua de la cantimplora. Ya nos hemos dado un par de saltos por la zona del Ibón del Perdido.

Calma y latidos. A tres mil doscientos metros de altura, frente al Dedo del Perdido que nos indica ¡ojo y precaución!, poco a poco - las horas aquí solamente se recuerdan por el sudor y la caricia del sol - llegamos a la Escupidera: silencio y pausa. Y más arriba, la cumbre a tres mil trescientos cincuenta y cinco metros. Los montañeros, dominando, con la vista, el universo entero; mientras más vemos, más nos damos cuenta de lo pequeños que somos y de lo que nos necesitamos unos a otros. Colores diversos, varios pensamientos, pueblos de aquí y de allí, se han perdido las fronteras y todos somos de la mista tierra, la misma piedra y la misma nieve. Todos iguales en el sudor y en la sonrisa.

En la cumbre, sacamos de la mente los recuerdos; ahora ya hemos respirado y recordamos múltiples leyendas: aquella que habla de un palacio mágico construido por Atland, el encantador de las cumbres, protegido con sólidas e infranqueables murallas, solamente accesible en un caballo volador. La que cuenta que antaño aquí solamente existían fértiles valles, añaden que estaba un día un pastor con su ganado, hasta él llegó un peregrino solicitándole comida, el pastor lo rechazó con malos modos aumentado su rechazo ante la insistencia del peregrino. Cuentan que se cerró una densa niebla en la que se perdieron, para siempre, pastor, perro y ganado, en su lugar nació este  "monte inmenso, tan grande como tu falta de caridad" según anunció San Antonio abad, que tal era el peregrino (el mismo anacoreta que ha sido pintado tantas veces en el desierto alimentado por un cuervo, que le llevaba pan y agua). También está la leyenda, más conocida, de las tres hermanas perseguidas por los tres soldados godos, con quienes se casaron, después de que las hicieron creer que sus anteriores novios - a quienes ellos habían matado - las habían abandonado para convertirse al arrianismo. Las tres hermanas fueron transformadas en grandes montañas de piedra y nieve: Añisclo, Perdido y Cilindro.

Pero aquí estamos, sentados sobre el Perdido, terminando la lata de ensalada y mordiendo con calma el chocolate. Aunque sabemos que esta cumbre estaba aquí antes incluso, de que los primeros humanos pudieran crear estas leyendas y aún antes de que el mismo Monte Perdido hubiera oído hablar de la existencia de los humanos.

Javier Agra.

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