sábado, 10 de septiembre de 2011

LAS BATUECAS Y LAS HURDES (I)

La cuestión es calzarse las botas, con la solanera del medio día, en pleno verano y comenzar a caminar. Pero ahí estamos decididos, el coche aparcado en una umbrosa calle de Ciudad Rodrigo, las alforjas calzadas a la bicicleta de la que tirará mi hijo Jonatan durante estas jornadas y mi mochila ya acoplada a la espalda.

Llegar hasta Pedro Toro, apenas a seis kilómetros, debe ser una tarea sencilla cuando aún los gorriones comienzan a plantearse la jornada, pero a esta hora en que las chicharras arrecian a ritmo de guitarra, es casi un acto martirial. No tenemos más alternativa y ya estamos, entre olores de anís y jara, suspirando por la sombra de algún encinar de los que vamos dejando atrás con cansino paso. Entre unos rastrojos ha descubierto mi hijo unos amorosos cipreses que nos darán sombra mientras comemos. 

-          A esta hora lo más razonable sería estar tumbados en la siesta.
-          Claro, papá; pero los kilómetros de hoy tenemos que hacerlos.
-          ¡Qué camino tan curioso marcan estos árboles!
-          Los cipreses eran los árboles con los que los romanos daban la bienvenida a sus visitantes-  me contó mi hijo.
-          Salgo ya caminando. Tú, en bicicleta, me darás alcance en breve.
Pedro Toro tiene muy pocas casas -y casi todas deshabitadas- pero también tiene una fuente de agua muy rica en la que llenamos las cantimploras, los estómagos y cuantas partes del cuerpo se pusieron al alcance de su frescor.
-          De Ciudad Rodrigo vienen con garrafas para llevarse el agua para beber- nos contó una mujer que aprovechó nuestra presencia para salir a conversar.
-          Es pequeño el pueblo – intervino Jonatan – como muchos pueblos en Castilla.
-          Quedamos dos matrimonios y un muchacho más joven.
-          Pues se ven cosechadas muchas tierras.
-          Sí. Viven en Ciudad (observamos que por estos pueblos abrevian con ese nombre a Ciudad Rodrigo) y vienen a trabajar las tierras. Hoy no hay distancias.
Pero sí hay distancias cuando el camino se hace a pie o en una bicicleta que tiene que superar más cuestas de las previstas. Por eso continuamos el viaje. Ha variado el paisaje. Numerosísimas encinas y alcornoques van caminando a nuestro lado. Jonatan me adelanta con la bici, me espera, me indica que me fije en alguna curiosidad. Así contamos hasta ochenta y siete cerdos en un campo entre bellotas y otros alimentos para conseguir estos hermosos ejemplares de pata negra. Me está esperando en lo más alto de una cuesta que me está haciendo sudar como si me dieran latigazos.
-          Daré un poco de tiempo por si abren esta fábrica de embutidos y consigo alguna degustación.
-          Me parece oportuno. Pero yo hacia adelante, como las tortugas de los cuentos, hasta la meta.
La meta fue una sorpresa. La piscina Municipal de Tenebrón donde aguantamos dos horas al frescor del agua y los alcornoques.
-          ¿Qué, cansados?
-          Pónganos dos botellines de refresco para reponer sales de inmediato.
-          Tomadlo despacio, no os vaya a hacer un agujero en la barriga.
-          Esto ya nos permite tomar el resuello.
-          Me pagáis una, la otra es invitación a vuestro mérito.
-          Gracias.
-          Otra cosa, amigo. ¿Será posible comprar pan en Tenebrón?
-          A la entrada del pueblo vive el panadero.
Sobre el depósito de agua del pueblo, un nido de cigüeña indica a cada viajero el destino que debe seguir. La cigüeña seguramente nos ayudó a preguntar por la panadería al mismísimo panadero que nos vendió una hogaza y añadió la historia del nombre del pueblo: 

-Cuenta la leyenda que nuestro pueblo se llama Tenebrón porque en estos bosques dominaba el miedo a los ladrones que vivían en las profundidades de su vegetación, lo que hacía peligroso adentrarse en los montes. Por eso el pueblo vecino se llama “Dios le guarde”, tal era la expresión con la que despedían a quien tenía que atravesar los montes de encinas y alcornoques.

Javier Agra.

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