Enamorados, se
miraron a los ojos y aspiraron el aroma de la noche estrellada en azul y
violines. Cerraron los ojos para que el amor creciera en ellos con el
pensamiento y el dulce sonido del viento entre las retamas; para que se
ensanchara como la libertad de las montañas sin límite en el recuerdo de la
música de los ruiseñores. Enamorados, se miraron a los ojos y su brillo se hizo
beso que voló, entre la maraña de dificultades, más allá del horizonte y del
tiempo; el beso no se perdió, anidó entre las estrellas y se hizo luz para
alentar paz y esfuerzo; el beso se hizo corazón y aliento y manos para la construcción
y espíritu para el futuro.
Caminamos
hacia la Hoya de Pepe Hernando.
Pepe Hernando,
el joven pastor pasaba las cálidas noches, desde la primavera hasta muy
adelantado otoño, en los pastos de la Sierra de Guadarrama. Allí se enamoró de
una zagala que pertenecía al grupo del facineroso Juan Andrés, la muchacha tomó
gusto a sus escondidos requiebros. Juntos paseaban de la mano alguna atardecida
y juntos soñaban con las bondades de un futuro compartido entre el rebaño y la
placidez de la vida construida entre los dos. Eran sus paseos de luz blanca y
sonrisa de verde olivo. Eran sus palabras, barcas navegando por el mar del
cielo serrano entre el arrullo cómplice de las abejas que buscaban el polen de
las flores, entre el aleteo sereno de los pájaros recién salidos de sus nidos.
En la Hoya
de Pepe Hernando se ensancha la paz hasta saltar montañas.
Juan Andrés dejó que su corazón se llenara de cólera y así nació la más fiera maldad que la
mente pueda imaginar. Era aún de madrugada, cuando Pepe Hernando soñaba felices
pensamientos ante la mortecina luz de las llamas que le habían sosegado el
relente de la noche al raso; era aún de madrugada cuando las pisadas
traicioneras del forajido encolerizado, se acercaron hasta la cabecera de Pepe Hernando.
Su fiel mastín saltó en su defensa, más Juan Andrés acuchillo al perro y dio muerte
al mancebo enamorado. Si pasáis por la Hoya de Pepe Hernando, podréis ver aún
hoy cómo se retuerce el arroyo entre el llanto y la búsqueda, el mismo arroyo
en que cada madrugada lavaba su rostro el mozo, mientras cantaba trinos para su
joven amada.
Javier Agra.
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