lunes, 10 de noviembre de 2014

PRADERA DE NAVAJUELOS (II)


Nuestra conversación con el zorro se alargó unos minutos.

En cada parada que hacíamos, para conversar o hacer fotografías, reaparecía el zorro, como quien pertenece a la misma partida. La Pradera de Navajuelos es más hermosa de lo que pueda expresar con mis palabras: cierro los ojos y contemplo su amplio espacio recogido entre moles de piedra, el aire trae silencios de siglos, la luz suena a poemas y violines de todos los tiempos, el agua ha construido allí monumentos, en la piedra está escrito este instante y los años que sucedieron. Aquí sigue el aire limpio de todos los montes, los húmedos helechos de todas las umbrías, la brisa dulce de todos los pueblos, aquí reposan el silencio y el tiempo.

Ese inmenso peñasco que está al fondo –como cortado en gruesas rodajas– es el Cancho Rasgao o Mogote de los Suicidas.  

Al fondo de la Pradera de Navajuelos se eleva el Cancho Rasgao, que se quedó con el nombre de Mogote de los Suicidas desde que Julita Zabala se asustara al ver a Baldomero Sol y José Luis Agosti escalar su pared y exclamara: ¡Sois unos suicidas, unos suicidas! Más allá se alza la mole del Cancho de la Herrada o Pared de Santillán, al otro lado deslumbran a los montañeros La Bola, la Falsa Bola y la Naranja Mecánica. Sin tiempo para guardar en el corazón y en la mente tanta belleza, hemos de continuar nuestra marcha –el zorro ha vuelto a sentarse cerca– por el inclinado obelisco del Torro y el risco de las Llamas que arden de brillos a esta hora cuando la mañana busca las once en el reloj del tiempo. Los montañeros saben la hora porque tienen palpitaciones de ciudad.

De izquierda a derecha, tras los luminosos pinos del primer plano: Bola de Navajuelos, Falsa Bola y Naranja Mecánica. Es cierto: unos nombres están claros, otros ¿?

Superamos la Bola de Navajuelos por un complicado paso para evitar el subterráneo angosto bajo las piedras. Llegados a un claro, nos sentamos a contemplar y rumiar esta belleza… (También rumiamos unos frutos secos y otras viandas, el zorro ya es amigo nuestro y se sienta a la misma mesa). La bajada hasta el Collado de la Dehesilla es entretenida: por momentos con asombro de laberintos, por momentos con pronunciados descensos saltando entre rocas o agarrados a las rebollas; las rocas van perdiendo nombre propio, pero aún nos queda la piedra caballera de Mataelvicial con su solemne presencia allá en la altura como un cimborrio de la naturaleza con su cúpula pintada de cielo.

Angosto paso subterráneo –para el zorro no tiene ningún problema su paso– nosotros lo superamos por encima de la roca. La fotografía, tomada por Jose, está coronada por la Bola de Navajuelos.

Entre túneles y callejones, los montañeros llegan al Collado de la Dehesilla donde se encuentran con otros grupos que hacen, de este lugar, asiento y mesa. El zorro hace tiempo que volvió a sus dominios; el zorro no quiere barullos humanos; el zorro sabe que en la Pradera de Navajuelos está seguro porque es un Edén de reducidos encuentros.

Sobre nosotros, la Pedriza, canta salmos de lumbre este mediodía soleado. Los montañeros salen con las entrañas libres y los pensamientos limpios desde las botas hasta el sudor del último pelo, los montañeros salen renovados del misterio escondido de esta teofanía de piedra. La mochila de los montañeros es aljaba de flechas de vida y de flores de paz. Una hora más de bajada hasta llegar al coche y cerrar este círculo de vida que hemos respirado en la montaña de la Pedriza.

Javier Agra.

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