miércoles, 31 de agosto de 2016

AGOSTO 2016



Agosto toca las trompetas de sus últimas horas. 

Vista del parque del barrio de Madrid donde he pasado largas horas.

El tiempo de verano es un caballo que trota sus últimos girones entre peñascos y arroyos de nombres y recuerdos en este atardecer dorado de calles viejas paseadas como si fuera la primera pisada que sobre ellas imprimo. Madrid vuelve a ser respiración en mis pulmones y en las pupilas de mis recuerdos. Las adelfas por las que paseé a diario vuelvan a tener distintas flores y hasta sus tallos tienen nombre nuevo que necesito recordar para saber que el asfalto de la ciudad y la luz de la tarde continúa llevando el antiguo aroma de la ciudad que acuna mis pasos desde hace casi cuatro décadas. 

En el Puerto de Santa María en Cádiz visité la fundación Rafael Alberti entre la emoción y el respeto. Fue durante unas jornadas literarias  a caballo entre julio y agosto.

Estos meses he disfrutado de la vida de un pequeño pueblo zamorano al que llevo yendo muy pocos días alguna vez cada cierto tiempo. Este año, Moveros, ha sido para mí, sereno cobijo donde el sosiego se ha mezclado con mi espíritu para aprender sobre la paz, para gozar el perfume del silencio entre la brisa vegetal de la tierra, para unirme a las entrañas mismas de la sencillez.

Sentado en el parque del Parador de Benavente donde fuimos para asistir a la Feria del Libro durante un fin de semana de agosto.

Desde este bellísimo lugar, frontera con Portugal, realicé diversas rutas por montañas portuguesas, por rutas y miradores del Duero, por caminos solitarios de la nación vecina que acaso no figuran en las rutas del turismo; en mis madrugadores y largos paseos he reforzado mi convicción de que la naturaleza es sobrecogedora y misteriosamente viva en cada rincón; acá cantan los grillos; allí asoma una lívida flor que perfuma el silencioso paseo; más allá un revuelo de codornices suena a libertad.

Aquí muestro uno de los viejos molinos de Moveros que aún conserva parte de su vieja herramienta.

Pero sobre todo he tenido ocasión de disfrutar largos días de la bucólica experiencia de ser labrador sin necesidad de recoger los frutos de la tierra, ni urgencia vital de vivir de las entrañas de la tierra. Mas la vida entre las zarzas, las altísimas hierbas que segaba con la hoz en el sosiego del amanecer, la monotonía de construir surcos con una azada, el rastrillo y la horca que me acompañaban antes de que llegara la señal de la naturaleza para abandonar mis tareas de agricultor (tal señal era el sol quemando mi espalda) dejaron mi espíritu ensanchado y cosido a la naturaleza entera.


Dejo una fotografía de mis compañeras las zapatillas, con las que compartí relajadas y sudorosas horas de sosegada labor entre zarzas y rastrojos; junto a ellas la hoz inevitable para arrancar tanta maleza de la tierra y tanta maldad de los corazones y la horca que me acompañó también a discernir entre lo válido y lo superfluo. A las zapatillas les hice una ceremonia de agradecimiento, antes de enterrarlas al terminar la temporada; a las otras herramientas las deposité con ternura en el corral.

Ánimo siempre. El futuro necesita esfuerzo, sosiego, creación, libertad, PAZ. 

Javier Agra.

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