domingo, 14 de agosto de 2016

PORTUGAL AL AIRE LIBRE (II)




Regresé, como tengo dicho, al bien trazado GR 36 en el pequeño pueblo de Aldeia Nova, lugar de muy buenas hechuras con acogedores edificios; tiene una casa rural con bicicletas y caballos como alternativas para hacer parte de este Gran Recorrido.



Saludé por el camino a un par de personas de edad avanzada (incluso comparada con mi edad) que estaban cuidando unas vacas; más que cuidarlas, esperaban pacientes a que ellas decidieran que ya tenían la panza llena. Conversamos sobre la apariencia bucólica y la tarea más trabajosa de la vida en la aldea, sobre Madrid y la emigración allá en sus años mozos, sobre el constante rumiar de las vacas y de los humanos, pues volvemos una y otra vez sobre aquellas penas que nos afligen o sobre los gozos que aún nos mantienen con entusiasmo muchos años después de vivir experiencias dichosas. Tal vez también los humanos necesitemos en el espíritu y en el alma las cuatro cavidades estomacales de estas sosegadas vacas: rumen, retículo, omaso y abomaso.

Encinas poderosas, cuidados huertos bordean el sendero que llega a la aldea de Vale de Aguia. Pasada la iglesia tras  un recodo a la derecha continúa el sendero por el que muy bien puede adentrarse un coche en muchos de sus tramos. Pero los viajeros del GR sabemos que la felicidad del corazón que camina entre suspiros y aromas aumenta con el sonido leve de las hojas, con el olor que comparten las múltiples plantas, con los colores y la brisa que acaricia el rostro.

Mirador y castro entre Vale de Aguia y Miranda.

El camino ha descendido hasta lo más profundo del valle. Los prados apenas despuntan un verdor de agua en este seco agosto; los colores se enriquecen entre viñas y fresnos. Apenas iniciada la subida, las señales indican que estoy llegando a otro mirador y a otro antiquísimo castro que fuera abandonado después de ser conquistados sus pobladores por los romanos: en el Museo etnográfico tierras de Miranda se conservan diversas piezas, petroglifos y señales de una vida antiquísima que perpetúa cada corazón que late y cada pie que transita este mundo.

El Duero en su quietud pétrea de inmensas aguas está allá abajo para disfrute de los sentidos, para alimento de las águilas que escudriñan los riscos y los troncos. Salto entre las piedras que me susurran que son restos de algún muro de defensa anterior aún a la construcción de las murallas, paseo entre el tiempo y la esperanza. 

La Catedral de Mirando y la ciudad se abren paso desde lo alto del camino del GR 36.

Mis pasos dejan atrás un breve caserío en el que conviven mil palomas, muchos viñedos, algunos ladridos, diversidad de árboles. No he vuelto a ver más personas. Aprieta el sol en la cumbre de este altozano, por eso me resguardo a la sombra de una acacia y de un muro en ruinas. Suena el reloj en la catedral de Miranda. Bebo, como si tuviera prisa, un sorbo de agua y continúo mi camino.



Apenas veinte metros más allá se abre la vista sobre la catedral y, enseguida, la ciudad de Miranda extiende sus calles y sus tejados para saludar mis horas de camino. La belleza del Duero se mezcla con el aleteo del final del camino. La ciudad tiene estómago de bullicio y turistas, pero esta piel externa es todavía quietud y huertos.



¡He paseado tantas veces por esta Miranda vieja y nueva! He descubierto de nuevo el entrañable abrazo de su río Duero.

Javier Agra.   

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