En sus mil quinientos años de vida hábil había sido un enhiesto roble vigoroso. Entre sus ramas se cobijaron multitud de generaciones de aves de diferentes especies: el pequeño herrerillo musical y colorido, el observador zorzal de claros tonos ocres pintados, acostumbrado a largas caminatas por el suelo y a altivos vuelos en busca de su nido en la rama de la milenaria encina, el sonoro picapinos trabajador incansable, el milano real y sus familiares más grandes, águilas de diferentes nombres y variado plumaje.
De sus bellotas comieron familias enteras de jabalíes durante muchas generaciones, los inquietos conejos encontraron madriguera segura entre sus raíces cálidas, solitarios lagartos descansaron las horas de sol a la sombra frondosa de sus ramas, innumerables mariposas perfumaron de colores y reflejos los alrededores de su poderoso tronco.
El dragón roble tiene su morada en la falda de uno de los múltiples oteros del Monte del Pardo.
Los siglos fueron pasando en torno a este roble que contempló generaciones de animales y de humanos, que soportó calores y disfrutó lloviznas, que resistió nevadas y vendavales, que gozó del sol y de la naturaleza siempre viva y cambiante; abajo, en el llano donde termina uno de los muchos oteros del Monte del Pardo tenía este roble su casa y sus reposo entre ardillas y jaras, entre jabalíes y petunias.
A su sombre frecuentaban en animada conversación las diosas celtas Dana y Epona a la caída del sol cuando el cielo se viste de rosicler en las tardes de primavera. Habían pasado más de mil quinientos años y el roble se había hecho viejo, era el momento de su extinción final. Su vida había sido exitosa para la naturaleza entera… Se reunieron los animales una noche de clara luna y decidieron enviar emisarios al buen dios Dagda, rogaban que le conservara la vida de algún modo.
El dios Dagda meditó y pidió consejo… Decidió metamorfosear al anciano roble en un dragón con duras y porosas escamas de alcornoque. Han pasado varios miles de años y aún hoy cuando pasamos por esa ladera bajo el otero contemplamos al ROBLE DRAGÓN con su permanente sonrisa de saludo a las aves que a su lado pasan y las fauces abiertas para alimentarse de alguna encina cercana pues los dioses siempre le cuidan y alimentan por medio de la naturaleza.
Javier Agra.
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