No lejos del Pico del Nevero
está el Chorro de Navafría. Así pues, una vez que recorrimos las amplísimas
planicies del citado pico y cumplimos el protocolo de las fotos, incluida la
que adjunto sobre esta ruinosa pared de alguna vieja trinchera, nos acercamos
hacia el Chorro para comer la merienda entre sus bailarinas aguas.
El Chorro de Navafría es como
la poesía, expresa más de lo que dice; sentimientos que se expanden entre el
bullicio eterno de los pájaros que ocuparon alguna vez los pinos de las
cascadas; murmullos del aire que en otro tiempo fue fiero estertor de griterío
entre los pinos; recuerdo de gotas de agua entre lo que hace siglos fueron
inmensas cascadas y mares de sal y violencia; como la poesía es deseo más allá
de la realidad sensible; es lo que pudo ser y lo que cada visitante quiere que
llegue a ser.
El Chorro de Navafría suena a
frescor, igual que el monte del que baja trayendo la nieve en carcajadas de
agua brincando entre las hierbas y los pinos, antes de asomarse a los enebros y
descolgarse por un inmenso tobogán de roca; su nombre brilla al sol del medio
día, cuando el sol calienta en las cercanas praderas; pero aquí no, estamos en
el reino del frescor aún cuando la canícula pone su tienda de sofoco y
chicharras; nosotros, montañeros hace poco tiempo, permanecemos sentados en el
sosiego calmo del agua que comenta con las piedras del valle sus recuerdos de
montaña y construye abanicos con el lentisco del valle.
El Chorro de Navafría es pueblo
viajero del pasado que se derrite ladera abajo con el paso de la primavera y al
desaparecer bajo el fértil manto terroso crea la vida entre sinfonías de
verdor. Aquí se agrupan la tierra y las sombras, la vida y las canciones, la
libertad y el llanto que es lucha agónica en cada tallo de verdor diminuto y en
cada raíz de gigante estruendo vegetal. La naturaleza abraza aquí a sus hijos
entre sonrisas de agua y lumbre solar; nosotros, agrupados a los animales,
vegetales, minerales, humanos del pasado y acaso del futuro cantamos
silenciosos y agradecidos el canto solemne de la madre tierra que es hogar
común.
El Chorro de Navafría brilla con
estucos de albayalde; conoce los nombres de cien mil generaciones de personas
que pasaron por estas piedras antes que nosotros, cuando nuestros antiguos
padres aún no sembraban plásticos ni contaminación; cuando el sosiego permitía
contar una a una las hojas de los robles y los pinos; cuando la armonía del
corazón tenía tiempo para escuchar conversaciones amorosas de las aves en el
final del invierno y canciones de familias de aves enseñando a las crías la
solidaridad y la supervivencia. Hoy, cuando nosotros regresamos, nos despide
con un susurro de agua que agradecemos alejándonos silenciosos y hasta cuidando
las pisadas para escuchar la conversación de la tierra.
Aún sobrecogidos, nos sentamos
junto a unas piedras del río Cega a comer la merienda. En estos días de
primavera, el Cega no es de pega. Jose y yo nos miramos aturdidos por la
lección de la montaña y deslizamos una sonrisa al crecido río para que la lleve
entre su carcajada de agua que hoy parece formar un río turbulento. Terminamos
el pan y el queso; nos guardamos las maravillas de la sierra y regresamos a
casa.
Javier Agra.
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