- Mejor pensamos en que aún tenemos muchas horas de
luz para llegar a Cordiñanes – Dice Jose, que lee mi pensamiento.
- ¡Va a ser muy duro! – Susurra la chova piquigualda,
siempre sigilosa.
- ¡Coraje y precaución! – Insiste Jose al comenzar la
fuerte bajada.
Ya estamos metidos de
lleno en el Argayo Congosto. La pendiente es muy pronunciada; la piedra suelta
puede rodar hasta el fondo de la Canal sin frenos intermedios. Aumenta la
prudencia…La respiración se acorta…El palo y los dos pies recorren huella a
huella el infinito mundo del espanto. Fue entonces cuando aparecieron las
águilas, como en los cuentos, y nos subieron sobre sus plumas: Jose y yo
estamos volando en el infinito azul blanquecino de una tarde de verano; planean
las águilas en vuelo bajo, para que veamos de cerca la impresionante Canal
Honda. Ir sobre las plumas de las aves nos evita bajar más de un metro con el
culo arrastrando sobre las deslizantes piedras, nos evita poner las manos acá y
allá para apoyar nuestras pisadas; nos ayuda a ver el hito mágico que da fin a
la bajada del Argayo para entrar en las Traviesas de Congosto. Nos depositan
las águilas que nos han evitado más de una hora de bajada sopesando el peligro
en el filo de la angustia, desde aquí tenemos un gran trecho más llano.
Torre del Friero
Comemos en el hermoso
paraje de media ladera – donde nos depositaron las águilas con mimoso cuidado –:
frente a nosotros la Torre del Friero, sus canales son cuchilladas que unen la
tierra y el cielo, cuchilladas de la erosión estruendosa de otros tiempos.
Contemplamos a las aves que vuelan, a las nubes que bailan, a las rocas que
roncan, a una cabra que está pastando en medio del pedregal y eso nos recuerda
que la vida está en lo infinito y lo diminuto, en lo resplandeciente y en lo
oculto.
Bajamos, subimos,
bajamos…en este inmenso sendero. La vida nos regala manjares de adversidad y manjares
de consuelo, el estómago de nuestra entereza ha de digerir los diversos
alimentos para transformarlos en sangre y fortaleza. Y aunque quisiéramos saber
el futuro de la vida nuestra, solamente nos es dado escoger entre el aguante y
la pereza. Por eso seguimos ladera adelante hasta que, a lo lejos, divisamos el
Collado Solano.
Estamos bajando
hacia el Collado Solano. Al fondo se divisa, magnífica, la Torre Bermeja.
Montañeros que van y
vienen por esta difícil ruta. ¿Quién es esta persona? ¿Qué pensamientos ocupan
su mente? ¿Qué dolores o que fiestas tienen aposento en su pecho? Cada persona
que nos cruza tiene en su alma un pensamiento, un pasado, un futuro de cuento. En
estas laderas verdes se mezclan los pensamientos, avanzada la jornada vamos
entendiendo que necesitamos pocas cosas y, las pocas que necesitamos, pocas
veces. Ha comenzado a llover, a nosotros nos preocupa poco porque ya estamos en
el descenso. El agua arrecia, la sufrirán quienes estén subiendo: tal vez las
águilas… Así llegamos al Collado Solano.
Estamos en el
Collado Solano. Un mar de nubes trae a nuestro encuentro cumbres de montañas
viejas, lleva hacia otras latitudes promesas de trabajo para todos y de
corazones sin asperezas.
Bajamos hacia la Canal
de Asotín en vertiginoso descenso. La niebla se cierra sobre nosotros y
envuelve las cumbres que nos rodean en tenebrosa noche. Está bien marcado el
camino, seguimos los pasos de otros montañeros. El Hayedo de Asotín es grande y
hemos de cruzarlo durante un largo trecho. En el Hayedo de Asotín se está
celebrando un concierto: hace un rato que cesó la lluvia y ahora juegan las
gotas con las hojas traslúcidas, tocas trompetas y flautas, suenan melodías de
jilgueros y de hadas, bailan cascabeles entre la luz y las ramas. Jose y yo
detenemos nuestros pasos para escuchar la música de la naturaleza. Apenas
asistimos al milagro cuando estamos caminando por la Rienda de Asotín: sendero
tallado en la roca sobre un precipicio vertical a gran altura.
Aquí nos habrían venido
muy bien, de nuevo, las águilas. Pero no llegaron. Pasos pegados a la roca,
otra curva y otra bajada, la Aguja del Carmen y el final que no llega. Pegados
a la roca, arañados a la pared, mirando el suelo deslizante de pulida piedra…y
las águilas que no llegan. El descenso final. ¡Ya está! Entonces fue cuando me
caí con tres vueltas de campana, arrastrando mochila, botas y gafas, tres
rasguños con sangre y una reflexión para la maleta. ¡El final no lo sabremos
hasta el final!
Llegamos a Cordiñanes
sin más aventuras que señalar; una ducha cálida, una confortante cena y una
mullida cama ayudan a recordar la travesía como tiempo de gloria y felicidad.
Javier Agra.
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