De Madrid a Picos de
Europa se pueden elegir diversas rutas. Todas unen la tierra verde hasta
superar el Guadarrama o la más mística carretera del norte hasta cruzar
Somosierra; todas se adentran, por distintos caminos, en las áridas llanuras
misteriosas de Castilla donde las coloridas urracas conviven con los
bulliciosos gorriones; todas las rutas confluyen, en algún momento, sobre el
poético y sosegado Duero, el que hace unos kilómetros fuera sierra y pinares;
todas las rutas buscan más tarde pequeños pueblos, ríos escondidos, iniciales
cumbres para entrar en el palpitante corazón de los Picos de Europa. Todas las
rutas unen el cielo y la tierra.
Jose presenta la casa que fue de mis padres mientras vivieron, en Acisa de las Arrimadas.
Nosotros pasamos por
Acisa de las Arrimadas, aquel diminuto pueblo donde hace muchos años pensé que
toda la tierra era minas de carbón y arados romanos; allí donde los valles se
van haciendo montes y aspiran al nombre de montaña; allí donde el tren jadeaba
cuesta arriba y suspiraba por llegar entero al final de la jornada; aquel
diminuto pueblo donde las cerezas y las peras hablaban suave para no ocultar el
tenue susurro del viento y del agua.
Este rincón del corral ya estaba florido durante mi infancia, gran parte del año. Actualmente lo cuida mi hermana.
Antes de llegar a
Cistierna divisamos la montaña de Peñacorada. Hacia la Ercina y las Arrimadas.
Estuvimos un tiempo en Acisa, para un paseo, unos abrazos y una comida;
Barrillos, donde la ermita de los Remedios guarda recuerdos de infancia; el
Corral, diminuto y ganadero en otros tiempos; Santa Colomba, dispuesta a
caminar; Laiz, en bajada verde hacia el Porma. Así llegamos a Boñar con el
monte de Pico Cueto que me trae recuerdos de mocedad; aguas arriba del Porma,
entre pueblos de sueños de niñez, llegamos hasta el pantano de Vegamián donde
suspiran antiguos pueblos bajo las aguas,
allí quedan unas cuantas vacas para rumiar misterio y fantasmas de otros
tiempos a los pies de las montañas blancas del Susarón y otros montes que nos
acercan a Puebla de Lillo. Desde aquí entramos en carreteras de montaña.
Desde el Mirador de Piedrashitas contemplamos Picos de Europa. Al fondo el Hoyo
del Llambrión con las cumbres que lo rodean.
Desde el mismo Mirador de Piedrashitas. La vista contempla el valle de Valdeón
y el corazón se enamora de su grandiosa sencillez.
Más allá de Cofiñal
vemos las cascadas de los Forfogones donde nos saludan los caballos y la naturaleza,
superamos el hayedo de Tronisco – dejaremos su grandiosidad de vegetación y
vida para otra ocasión –; superamos Mampodre con sus cumbres (aquí fue donde
Jose y yo empezamos a planear otra subida para visitar más de cerca a los osos
y afianzar el conocimiento que tenemos de los avellanos y otras plantas del
lugar) mientras avanzamos por el amplio valle de Riosol desde el Puerto de las
Señales a Burón: este valle lo hice a pie hace muchos años cuando iniciaba con
otros jóvenes estas aventuras de caminar y poner la tienda acá y acullá; el
Pontón y Panderrueda con el Mirador de Piedrashitas; más allá nos detenemos en
el mirador de Valdeón y entramos en Cordiñanes donde pasaremos noche antes de
iniciar nuestras caminos de montaña.
Rincón con urogallo
– el ave de estos parajes – del Hostal El Tombo en Cordiñanes, donde estuvimos muy
bien cuidados por quienes lo regentan. A las personas que nos atendieron les
llamaremos “Rafael y Rafaela” pues fueron nuestros sanadores en más de una
ocasión, cuando nuestros cuerpos llegaban destrozados por las brechas de la
vida.
Javier Agra.
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