Terminaba
mi anterior narración en el pueblo de Canencia. Un breve paseo por la plaza
para escuchar el silencio festivo de esta mañana avanzada, trae a mi recuerdo
diferentes explicaciones en torno al origen del pueblo: no me atrevo a elegir entre el
topónimo “canecer” de las canas blancas de sus montañas de nieve o la derivación de la ninfa
semidiosa Canente, diosecilla del canto, amante feliz del rey Pico al que
Circe, celosa en grado superlativo, convirtió en ave; desde entonces Canente lo
busca entre el agua de los arroyos y los matorrales de las montañas. Tal vez
del latín “cadere” que nosotros decimos caer, por la abundancia de sus fuentes
y arroyos que caen de las cumbres a los diferentes valles.
Nada
más dejar la plaza del Ayuntamiento, sale a la derecha la calle Toriles que nos
lleva hasta una pista de tierra, cortada al paso de vehículos no muchos metros
más allá. A esta hora el sol nos hace señas para que pongamos la gorra: ¡Se ha
terminado el bosque! ¡Cuidad vuestras cabezas! En conversaciones con el sol,
con los pinos y las aves, llegamos por la bien trazada pista hasta que vemos
allá abajo la presa del Batán donde se juntan los arroyos Ortigal que baja por
nuestra izquierda y el Matallana que llega brincando montes y riscos desde la zona de Cabeza de la Braña.
Sentado junto a la presa del Batán.
Hasta
hace pocos días, esta maravilla de Rovellanos era desconocida para nosotros; hoy no necesitamos más indicaciones para tomar la dirección correcta. Ahora
lo complicado es encontrar un sendero que nos lleve hasta sus aguas. Rastreando
Jose y yo, sabuesos de montaña, encontramos una senda que inicia su recorrido
apartándose un poco del arroyo para ir ganando altura, después la perderá y la
volverá a ganar…el sendero es un tobogán de la naturaleza…es el tobogán de la
vida…sensaciones y sentimientos que construyen las olas del corazón.
Desde
la distancia, descubrimos con claridad el ronco golpeo del agua sobre el rocoso
cauce, el brillo fogoso de la cascada al medio día. Este constante subir y
bajar por la ladera, entre espinas y arañazos de zarza se diluye por la llamada
a voces del agua entre las peñas. Estamos cerca de nuestro objetivo y pensamos,
los dos montañeros al mismo tiempo, que habría sido mejor comenzar la subida
unos cientos de metros antes de la presa del Batán y llegar hasta la cascada
por la cumbre que ahora descansa sosegada a nuestra derecha. Habría sido mejor…pero
ahora ya hemos llegado por este intrincado sendero.
Para
visitar con sosiego, la cascada de Mojonavalle que vimos esta mañana; ésta otra
a la que acabamos de llegar y en la que estamos mojando los pies es más
trabajosa. Acaso, por lo mismo, es también más desconocida y solitaria. El
esfuerzo tiene muchos premios: la soledad, el silencio… ¡ah, el silencio! Sentados
con los pies en la pequeña laguna donde remansa la Cascada de Rovellanos
podemos meditar largamente sobre la vida y filosofar incluso sin miedo a ser
interrumpidos si no es por algún curioso pájaro o algún sediento animalillo que
se llega hasta estas espesuras a buscar vivienda y agua.
La
cascada se remansa en una poza escondida entre amplia vegetación despreocupada,
protegida y adornada por sauces y fresnos. Aquellos sauces de mi infancia, de
donde cortaban nuestros mayores las vilortas para construir con ellas las
cestas tan útiles y necesarias en las tareas domésticas. Con los pies frescos
en el agua, me doy cuenta que cuando hablo de mis pueblos no puedo recordar
otra cosa que no sea mi infancia. Los años posteriores seguí naciendo a la vida
y sus experiencias en otros diferentes y lejanos lugares, no volví a Acisa de
las Arrimadas sino en contadas y separadas ocasiones. Y ahora que la nieve de
los años deposita serenidad sobre mis sienes recuerdo… y pienso que seguramente
tendría que volver alguna temporada por aquellos pueblos donde comencé a nacer.
El regreso pudo
haber sido plácido y sin inventar senderos…pudo. Pero los montañeros pensaron
que saliendo por la otra orilla a media ladera encontrarían algún apacible
sendero. Allí entendimos el abandono de nuestros montes, allí padecimos la
ausencia de referencias, allí prorrumpimos en lamentos de la vida endurecida;
allí creímos que alguna serpiente acabaría con nuestras vidas; allí imploramos
al sol que se detuviera y alumbrara nuestros pasos; allí…allí veo un claro que baja
hasta el arroyo…llegamos hasta su orilla y saltamos como mejor pudimos; allí
fue nuestro gozo y emocionada alegría; allí dio fin la singular aventura del
regreso de los dos montañeros inventando senderos entre espinos fieros y violentas
retamas.
Entrados ya en
la amplia pista de tierra, solamente quedaba llegar hasta unos cercanos pinos y
sentarnos a comer a la caricia de la sombra. Los violines de las aves ponían
música a nuestro almuerzo, allá abajo ronroneaba cadente el arroyo del Batán
momentos antes de llegar al molino del Morote, también llamado molino del
Gollote. Apenas nos percatamos de la presencia de la ninfa Canente quien nos
preguntó por su amado Pico, el rey de los laurentes. No pudimos apagar su sed.
Javier Agra
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